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Impresionantes acantilados en la ciudad de Safi

Me dejé llevar por mi intuición y empecé a caminar sin rumbo por uno de sus callejones. Sin darme cuenta, salí a la calle principal de la medina de Essaouira. Miré hacia un lado y encontré un cartel de madera pintado de colores alegres. Hostel Dar el Pacha y una flecha roja fueron la señal para que avanzara. Al llegar me recibió Moha, un carismático marroquí con pelos inflados como si los hubiera puesto en un enchufe. El lugar transmitía buena energía y después de estar viajando solo durante varios días, encontrarme con algunos viajeros no estaba nada mal. Nunca caminé tan despacio como en esta ciudad, porque si hay algo que tenía en claro, era irme de acá sin apuros. Mientras todos los turistas buscaban ese recuerdo infaltable de su viaje por Marruecos, yo elegí alejarme hacia el puerto. Si bien no me atrae mucho navegar o salir a pescar, ver como se trabaja en un astillero, me despierta curiosidad.

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La encantadora medina de Essaouira y sus gaviotas

 Ahmed es alto, tiene una gorra de cuero negra y la piel bien bronceada. Cuando me acerqué a su barco estaba arreglando unos agujeros seguramente causados por los días de navegación. Tuve la suerte que me dejara hacerle varias fotos y a cambio, prometí regresar en otro momento con algunas facturas para compartir con un té. Desde la proa, apareció Hassan, el mecánico. Hablaba muy bien español, su sonrisa manifestaba que le faltaban algunos dientes y según él, ser pescador, no era compatible para tener una familia. “Con este barco, navegamos varios meses hasta llegar hasta Senegal”, me decía entusiasmado, mientras se limpiaba las manos sucias de grasa. Entonces comprendí porque se refería de esa manera al no estar casado. El único motivo que me llevó a abandonar la entretenida charla, fue cuando el sol se estaba por esconder en el mar. En mi viaje había visto varios atardeceres, pero todavía, no había sido testigo de uno en el océano con cientos de gaviotas dando vueltas en el cielo.

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Un día común en el puerto de Essaouira

 Fue una de las pocas veces en que fotografié y filmé al mismo momento. Locales, turistas, viajeros y músicos improvisados, habían dejado sus actividades solamente para estar fuera de la medina y ver algo, que si bien sucede todos los días, este parecía ser especial. Cuando se hizo de noche, los faroles de la plaza principal se encendieron en progresión como si fueran una escala musical. Essaouira fue una de las pocas ciudades donde sentí que hubo un equilibrio entre los vendedores y los viajeros. Siempre había una sonrisa o un gesto que invitaba a entrar a su local, pero nunca existió ese acoso molesto que se vive en Marrakech.

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Recorriendo el interior de la medina de Essaouira, me encontré con situaciones como estas

 Una mañana llegó Ignacio, un argentino que había estado viajando junto a su novia, unos diez meses por Europa en una camioneta de sobrenombre “La Chancha”. Con él compartí parte de los últimos dos días, y si bien caminamos por los lugares que ya había visto antes, las charlas eran el condimento principal. “Necesitaba despejarme de la vieja cultura y decidí venir a Marruecos a buscar algo distinto”, me decía mientras enfocaba con su lente a uno de los cañones del fuerte portugués. Compartimos no solo el tiempo, también hubo confesiones personales, intercambio de ideas sobre cuales son los códigos sociales actuales y por supuesto, hablamos de viajes.

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La tranquila laguna de Oualidia, a unos kilómetros de Safi

 El día que decidí irme de Essaouira, el hostel quedó vacío. Pareciera como si todos nos hubiéramos puesto de acuerdo. Los chicos de Nueva Zelanda viajaban hasta Agadir, acompañados de una mochilera de Indonesia, unas coreanas volvían a Fez, Ignacio, buscaba tomar el bus de la tarde hacia un aeropuerto que lo llevaría hasta Turquía, mientras yo, avanzaba hacia Safi, una ciudad que no tiene ninguna atracción en particular. Cuando llegué al corazón de la ciudad, me sentí por primera vez solo. Nadie se acercó a ofrecerme un hotel con descuento, nadie quiso llevarme a ver alfombras y no me encontré con ningún turista. En la sucia y descascarada medina había un puñado de hoteles. El primero que vi, estaba fuera de mi presupuesto, el siguiente, tenía un cartel a punto de caerse y el nombre de hotel le quedaba muy grande. Sin embargo lo elegí porque tenía algo de “carácter”. Safi me sorprendió también por otros motivos. Tal vez porque vi algunos personajes pasados de copa a pesar de ser el mediodía, algún que otro marroquí mendigando, bastante suciedad entre los puestos, y porque una chica de unos veinte años, se acercó para darme su número de teléfono mientras yo fotografiaba unos acantilados similares a los de Escocia. Tal vez animada por sus tres amigas, o por su propia valentía, me dio un bollito de papel y me aclaró que incluía su Facebook, como si eso fuera a garantizar su victoria. Cuando las calles comenzaron a quedar vacías y un par de gatos buscaban comida entre la basura, mi instinto me hizo regresar a mi hotel.

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Acantilados de Safi

 Por la mañana me acerqué hasta un bar donde había conocido, el día anterior, a unos carismáticos marroquíes y a David, un español que buscaba cerrar un contrato de trabajo con uno de ellos. Me hicieron un lugar en su mesa ni bien llegué y me invitaron a desayunar. Estaban felices de escuchar mis historias de viaje a dedo por su país, y para ser parte de la complicidad, me llevaron hasta las afueras de la ciudad. “Si estás de vuelta por aquí, no dejes de visitarnos”, gritaron al despedirse. Ese día estaba muy cansado, y con un poco de sueño, tomar un cómodo bus parecía ser la mejor solución. Cuando el joven que atendía el mostrador, me respondió que el próximo salía en siete horas, descarté por completo esa opción. Los taxis me pedían sumas que triplicaban el valor real porque era el único pasajero. A pesar de todo, tomé esto como una señal y salí a la ruta. Después de haber caminado lo suficiente y estar lejos de la ciudad, apoyé la mochila en el asfalto, miré en dirección hacia El-Jadida, y rogué que alguien me levantara pronto. Sin lugar a dudas mi pedido fue tomado en serio, porque el primer auto que pasó frenó y me invitó a subir. Igual que en otras situaciones, hice el recorrido planeado de una sola vez. Omar, el conductor, me dejó en la puerta del hotel que buscaba, y antes de continuar su viaje hasta Casablanca, me preguntó si necesitaba algo más. Entre parlantes de música a todo volumen y el olor que venía de una olla con comida casera, clavé los ojos en mi último destino de todo el viaje. Su medina y la cisterna portuguesa, aquella donde se filmó una escena de la película Otelo, me estaban esperando.

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Turistas, viajeros y locales, en la puesta del sol en Essaouira

Viajando por Marruecos aprendí muchas cosas. Descubrí el sabor del tajín y su variedades, aprendí sobre invasiones y conquistas. Asimilé nuevas palabras en árabe y descubrí que la voz de los rezos de las mezquitas, no son grabaciones, sino la vocación del muecín, el responsable de pronunciar el adhan con determinación. La lista puede ser larga, pero hay algo que pude volver a confirmar con respecto a otros viajes: la hospitalidad, es el común denominador. Tal vez sea un pescador quien te ayude a cruzar ese río, un campesino con su tractor que te lleve hasta el próximo pueblito, o porque no, un empresario en su auto último modelo quien te arrime kilómetros en el mapa. En este destino de África, el sello de la hospitalidad lo recibí cuando unos cálculos erróneos me dejaron en plena noche en una ruta desolada. Pero la luna, y un anciano, hicieron acto de presencia para acompañarme hasta una tienda bereber.

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Las paredes de la medina de Essaouira se tiñen de ocre al atardecer

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Puerta antigua de la medina de Essaouira