Hace muchos años cuando trabajaba en un colegio en Buenos Aires tenía un compañero que decía: “Esto es un caos, se parece a Kosovo”. Siempre me quedó grabada esa frase y ni bien pise Pristina, la capital, lo primero que hice fue prestar atención a lo que mis ojos veían.
No vi edificios en ruinas, no vi tanques, no vi pobreza ni tampoco ametralladoras. Tal vez lo que más me llamó la atención fue que la avenida principal tenía un cartel enorme que decía: Bill Clinton Av! Al costado había un mástil con una enorme bandera norteamericana flameando.
Hay que reconocer que Pristina no tiene el encanto de otras ciudades europeas pero tiene historia basada en el sufrimiento. Me detuve a comprar un kebab y después de dejar la mochila en el hostel continué caminando hacia la catedral de Cristo Salvador o la iglesia de la disputa como decidí llamarla. Su construcción comenzó en 1995 en un predio cercano a la universidad de Pristina pero su obra se interrumpió cuando llegó la guerra. Y, ¿Por qué es la iglesia de la discordia? La población es de mayoría musulmana y todavía miran de mala gana a la iglesia ortodoxa, símbolo del régimen de Slobodan Milosevic. Desde hace un tiempo se dice que los intelectuales de Albania presionan para que sea demolida por lo que su futuro es incierto. Pero a mis espaldas se encuentra una de las construcciones más… ¿Cómo decirlo? ¿Raras, feas, y extrañas que haya visto? Es la Biblioteca Nacional cuyo objetivo principal es recolectar y cuidar todos los documentos del país incluidos los que se refieren a conflictos. Sin lugar a dudas el arquitecto croata Andrija Mutnjakovic se tomó muy en serio esto de preservar los libros porque todas las ventanas están cubiertas de rejas con un estilo muy particular.
El día que llegué a Kosovo había un festival donde las performances eran tan extrañas como su biblioteca. Muy cerca de sus escaleras había un joven juntando piedras alrededor de un árbol. A unos metros una chica vestida de azul exhalaba sonidos indescifrables en medio de un círculo formado por vasos de plástico. En uno de los salones de la biblioteca otra chica con el torso desnudo repetía sistemáticamente: I hate you, I love you, I hate you, I love you (te odio, te amo). Mientras, se hacía marcas en su cuerpo con un lápiz labial. En la habitación de al lado tres jóvenes sentados se tiraban pelotitas de papel con tal seriedad que conmovía.
Salí por una de las puertas laterales tratando de entender lo que había vivenciado mientras un grupo de personas corrían a los saltos arrastrando una soga con unos globos de colores. Los seguí con las vista por unos segundos y de pronto mis ojos se detuvieron en una casa vieja de tejas despintadas y unas sillas tiradas en un parque llenas de hojas que el tiempo había cubierto por completo. Me acerqué a tomar una foto a su jardín donde unos enormes tomates daban la bienvenida. Salió un anciano, y como supuse que era el dueño, levanté la mano en señal de saludo. Hacía solo unas horas que estaba en Kosovo y todavía no me había familiarizado para decir las palabras básicas como acostumbro a hacer en cada lugar que llego. El anciano no hablaba inglés, pero se acercó, cortó uno de los tomates y me lo ofreció. Aprecié su gesto y lo guardé para la cena, pero hubiera deseado entrar a su casa. Necesitaba ser testigo de su intimidad. No solo por curiosidad sino para tener la posibilidad de saber algo más de su país. Cuando se hizo de noche volví al hostel. Mientras intentaba dormirme volví a recordar las palabras de Víctor. Estoy pensando en mandarle un mail para contarle que acá, en Kosovo, no hay más caos! La guerra es cosa del pasado…
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