Salí a la calle, tomé el bus 59 hasta el final del recorrido y después de cruzar el puente caminé 2 km hasta una rotonda. Estaba a las afueras de Burgas, esa relajada ciudad de Bulgaria que descansa a orillas del Mar Negro.
Venía con el envión, el entusiasmo y toda la adrenalina de haber cruzado prácticamente a dedo más de 15 países por Asia. Había viajado por el desierto de Mongolia y Uzbekistán, por la soledad de Siberia, los arrozales de Ubud en Indonesia, las gigantescas montañas de Tayikistán frente a Afganistán, en Asia Central y nada parecía detener mi marcha hacia Veliko Tarnovo, destino ubicado a tan solo 220 km. No es que haya subestimado la distancia, pero la lógica daba a pensar que si en el país menos poblado del mundo (Mongolia) y con menos autos, había recorrido 700 km en un día, en Europa debería funcionar igual o mejor.
Pero no! Las rutas de Bulgaria fueron como una cachetada a mi orgullo, al espíritu viajero que llevo adentro y confirmaron que en el viejo continente los códigos son distintos. Muuuuy distintos.
El primer auto en llegar fue relativamente rápido y hasta se ofreció llevarme directamente a Sofía. Si bien era tentadora la propuesta antes de llegar a la capital tenía intención de parar mi pasos curiosos en Veliko y Plovdiv.
Cuando me bajé en la intersección de la moderna autopista me encontré con un camino secundario, que si bien estaba asfaltado, era lo único que iba a mi destino. Ahí comenzó la verdadera odisea. Los autos pasaban uno tras otros ignorando por completo mi presencia y hasta podía ver la cara de desaprobación de los búlgaros. Por un instante pensé que no tener puesta la camiseta de fútbol de Argentina, la que tanta suerte me había traído, sería la culpable. Hice el cambio de ropa, pero todo siguió igual. Después intenté mostrando el mapa que llevaba, después solo con el dedo, después con el cartel, después con el cartel, el mapa y el dedo (todo junto a la vez). Hacía tres largas horas que estaba parado en un camino, en dirección a un pueblo del cual me separaban 100 km y no podía creer que no hubiera avanzado ni un solo metro.
De milagro salió un chico con su novia de un campo y me llevó 6 km hasta otra intersección. No soy mucho de prestar atención a las estadísticas, pero sin lugar a dudas esta situación aumentaba considerablemente los tiempos de espera con respecto a otros lugares como Siria, Irán, Irak, Afganistán, Birmania o Filipinas, donde nunca esperé más de 5 minutos. Pueden leer info sobre como viajar a estos destinos entrando a este link:
https://unviajerocurioso.com/2014/06/23/consejos-utiles-para-viajar-a-afganistan-iran-e-irak/
Otro auto me acercó unos 12 km. Para ese entonces al sol le faltaba menos de una hora para esconderse detrás del horizonte y si bien no me importaba armar la carpa al costado de la ruta mi mal humor iba en aumento al ver que en 10 horas había avanzado 138 km.
El tiempo no se detuvo, el sol tampoco y llegó la noche. Caminé un kilómetro hasta un depósito de materiales donde entraban y salían camiones con relativa frecuencia. Esperé casi dos horas y cuando estaba casi resignado a que la suerte cambiara, un conductor fanático de Agüero y Maradona me recogió. Llegué a Veliko Ternovo a oscuras, en silencio y si no fuera porque el dueño de una peluquería que estaba cerrando sacó su auto del garage para llevarme los 2 km que faltaban, hubiera dormido en el jardín del hostel. Me quedé varios días descansando en la ciudad y al querer partir me enteré que el pasaje de tren de Veliko a Plovdiv costaba tan solo 5 dólares y cubría casi la misma distancia (211 km) que tanto me había costado hacer antes. Entonces me fui caminando a la estación de tren. Disfruté cada minuto del recorrido mientras miraba por la ventanilla y comprendí que no hay nada mejor que ser flexibles en un viaje. De Plovdiv a Sofía, volví a tomar otro tren.
Habían pasado unos 10 días desde que había llegado a Bulgaria y a pesar de la recomendación de Néstor, el argentino que me hospedaba en su casa, intenté otra vez viajar a dedo. El desafío ahora se llamaba Skopje, Macedonia. Salir de la capital búlgara fue una pesadilla ya que el tranvía 16 pasa cada una hora. Después de caminar un par de kilómetros y gracias a la hospitalidad de un albanés llegué a la frontera con Macedonia en donde decidí aplicar el siguiente método: me puse en el control policial y cada vez que un auto se detenía a entregar los pasaportes escuchaba hacia donde seguían. Una pareja respondió Skopje y cuando le mostré el cartel que llevaba escrito en un cartón, se rieron y me invitaron a subir.
El resto del viaje por los Balcanes atravesando Kosovo, Albania, Montenegro, Croacia, Bosnia Herzegovina y Serbia fue en comparación con la experiencia de Bulgaria un poco más fácil. Pero solo un poco. Los tiempos de espera más bajos se dieron en la costa de Montenegro, donde apenas esperé unos minutos.
Esta parte del mundo me enseñó muchas cosas: por un lado a ejercitar la paciencia, a buscar nuevas estrategias, a pensar que acá, 200 km tal vez te puedan llevar todo un día. También pude confirmar que Asia es el destino perfecto para viajar a dedo. Solo o en grupo. Para viajar por los Balcanes utilicé la página http://hitchwiki.org/en/Main_Page donde tenes las indicaciones precisas de cómo salir de la ciudad en donde estás. Con este post no quiero desalentar al lector a que no viaje haciendo auto-stop por esta parte del mundo. Todo lo contrario. La mejor experiencia al viajar son los desafíos y si todo fuera tan fácil como en otros destinos sería aburrido.
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Estaba cansado pero necesitaba salir a descubrir las calles de Macedonia. Cuando dejé el callejón donde estaba el hostel llegué a una amplia avenida. Pero eso no fue lo que más me llamó la atención sino dos autobuses de dos pisos como los que circulan en Londres. Estaba un poco confundido, tratando de entender si realmente había llegado a los Balcanes. Seguí bordeando el río y me encontré con construcciones completamente nuevas. Había puentes, cientos de estatuas que invadían la mirada de locales y extranjeros y hasta una calesita como la que puede haber en una plaza de Buenos Aires. A falta de encontrar retratos viajando por Europa le empecé a tomar el gusto a las fotos nocturnas. Me había pasado en cada ciudad de Bulgaria y acá iba por lo mismo. Pero eran tantos los edificios nuevos que en cuanto pasó una pareja le pregunté si sabía cual era cada uno. Ese hombre de traje y corbata azul resultó ser César, un español que está casado con una turca y trabajan para la Unión Europea. Así, de la nada me dicen: ¿Qué tenés que hacer ahora? Te invitamos a comer. Y terminé en un restaurante de lujo tradicional escuchando violines, la historia de su romance nacida en Ankara y recibiendo recomendaciones para conocer la ciudad. Regresé al hostel por otro camino buscando más fotos nocturnas y pensando que las mejores historias son las más sencillas.
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