Pero jamás pensé que dejar Asia para empezar a recorrer Europa me iba a costar tanto. A diferencia de los encuentros, la despedida también era una sensación extraña. Me había propuesto recorrer a dedo desde Kuala Lumpur hasta Samarcanda, ubicada en el corazón de Asia Central en un viaje de casi 20.000 km atravesando más de 15 países. Si bien intenté a forma de ejercicio personal desnaturalizar el hecho de ir cruzando fronteras hubo momentos en que no lo logré. Y tardaba en reaccionar que no era común un día estar navegando el río Mekong en Laos, tres semanas después estar caminando por el palacio de Potala en Tíbet o acampar en Tajikistán con las montañas de Afganistán en frente.
El sol se iba escondiendo detrás de la madrasa Abdul Aziz Khan y la textura de su cúpula cambiaba de tonalidad. En su enorme puerta unos chicos jugaban al fútbol mientras un grupo de turistas tomaba fotografías. Había silencio, pero me sentía aturdido. Reaccioné cuando la señora del bar trajo el te. Tenía una vista privilegiada de Bukhara desde la terraza. Dicen que desde arriba las cosas tienen otra dimensión y se pueden apreciar en su totalidad. Creo que es cierto. Cuando el cielo se había cubierto de estrellas me di cuenta que hacía bastante tiempo que seguía en el mismo lugar. No se si habían pasado dos o tres horas. Tal vez más, pero no quería irme de ahí porque ese cielo, esa terraza, esa madrasa ahora iluminada, era parte de Asia y de alguna manera se había convertido en mi nueva zona de confort. Estaba en el final de este recorrido envuelto entre la melancolía y la emoción. Miraba atrás y me parecía mentira haber sido el protagonista después de recorrer tantos lugares.
Cuando el taxista vino a buscarme a las tres de la madrugada al hotel ya estaba despierto desde hacía un rato. Tal vez entendió que no tenía apuro en viajar los 6 km que hay hasta el aeropuerto como queriendo evitar una despedida fugaz. La ciudad de Bukhara dormía por completo y creo que partir de noche fue lo mejor. De haber sido de día seguro hubiera ido corriendo a abrazar a esas tremendas mezquitas y minaretes y por nada del mundo las hubiera soltado.
El viaje en avión duró menos de cuatros horas. Mientras miraba pasar las nubes por la ventana pensaba en las distintas formas que tenemos de viajar. Lo que dura este viaje es el tiempo que uno necesita para recorrer a dedo apenas 200 km. Cuando reaccioné ya habíamos atravesado el resto de Uzbekistán, el desierto de Kazajistán y el sur de Rusia. Moscú me recibió con viento fresco, ojos azules por las calles y el moderno tren Aero-Express para llegar al centro de la ciudad. Intenté aferrarme a algo conocido para que el cambio, esto que a veces nos cuesta tanto a pesar de desearlo, no fuera tan abrupto. Y ahí estaban tan simpáticas como siempre. Mis aliadas letras cirílicas que en tantas ciudades había visto anteriormente por Asia Central e inclusive por Mongolia. A medida que fui llegando al centro de Moscú esa sensación extraña se transformó en deseo. Había un nuevo encuentro, de esos lindos. Era momento de compartir con amigos argentinos algunos días en la capital de Rusia.
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Cuando llegó la noche y me fui a dormir mi cabeza daba vueltas, en realidad eran mis pensamientos lo que no paraban de fluir. Me acordé cuando era chico y me sentaba en la mesa de la cocina con un mapa. Intentaba descubrir esos nombres chiquitos que casi no se pueden leer. El dedo iba siguiendo caminos, rutas, lagos y fue así que llegué hasta Siberia. Claro que eso parecía inalcanzable, no por el dinero, sino por la distancia. Era la otra parte del mundo (viviendo en Buenos Aires) y no se porque razón siempre que un lugar está lejos de uno parece más atractivo. Entonces grabé en mi mente que uno de los lugares que visitaría durante mis viajes por el mundo sería Siberia. No sabía ni cuando, ni como, ni en que circunstancias se daría.
Ahora estoy acostado en un sofá en la casa de un amigo ruso. Y esa (esta) parte del mundo ya dejó de estar lejos. Es real, está cerca, sus calles tienen nombre y apellido, las comidas tienen sabores, perfumes y las cúpulas de las iglesias lucen más lindas que en las fotos de ese libro de geografía que tenía. Desde un cuarto me llega el sonido de un idioma que no domino pero las palabras en ruso de Pavel y Maya son la mejor compañía. Chita es una ciudad de Siberia trans-baikal donde pocos viajeros llegan tal vez atrapados por la magia de Irkutsk. Pero desviarme 600 km del camino tradicional valió la pena! En algún momento me quedé dormido mientras recordaba algunos de los paisajes que ahora estás viendo.
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Con Pavel decidimos alejarnos de la zona turística en la isla de Olhon. Si bien su auto no era 4 x 4, tal vez su experiencia en el rally París-Dakar era suficiente para manejar por caminos que pocos se animarían. Acampamos a orillas del lago Baikal debajo de unos pinos. Cuando abrí la carpa por la mañana seguía lloviendo y decidí quedarme un rato esperando a que cambiara el clima. Entonces me puse a pensar que si fuera un guía de turismo lo primero que le diría a los que están por viajar es que tengan una experiencia distinta para cada día de la semana. Por ejemplo:
Los lunes salir conversar con la gente aunque no hables su idioma. Buscar la manera de saber sobre sus vidas, su cultura y sus sueños. Los martes probar cuatro comidas nuevas sin preguntar que es. El día miércoles despertarse temprano para ver como es la ciudad en ese momento. Caminar sin buscar nada en especial, solo donde te lleve el instinto. Si es jueves, participar de algún evento cultural. Viernes descansar (mirar una peli, escribir en tu diario de viaje, etc). Sábado, volver al mismo lugar que fuiste el miércoles pero de noche y ver si descubrís cosas distintas. El domingo hacer un recorrido fotográfico y capturar lo que consideras más y menos atractivo.
Que pasaría si en cada ciudad donde vamos nos quedamos una semana y usamos este método de viaje? ¿Por qué hay que seguir la recomendación de Lonely Planet, de lo que dicen otros viajeros o el mapa del hostel? Tal vez si salimos de la ruta tradicional el camino nos sorprenda con experiencias inesperadas.
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