José, José!, intento gritar a mi compañero de viaje que camina unos pasos delante de mí por las agitadas calles de Abiyan.

Cuando se da vuelta le indico con el pulgar hacia abajo que no me siento bien. Nos detenemos en una cafetería a desayunar.

–Ey, qué pasa?

–Me siento raro

–¿Qué tienes?

–Mucho dolor en la espalda, cansancio general, como si no hubiera dormido anoche

–Tú no tendrás malaria verdad?, pregunta mirándome a los ojos.

En una fracción de segundo mi memoria se trasladó a aquellos dolores sufridos por la malaria contraída en Uganda. Son iguales!!!

Nada de desayuno, dice. Venga, que nos vamos de urgencia a una clínica.

Mientras José habla con la recepcionista me desplomo en un asiento de madera tan incómodo como los dolores. Todo me parece lejano. El lugar donde estoy, las voces, la situación. El calor agobiante que no da respiro ni un solo segundo es mi única certeza.

Una enfermera con peluca (ay, nunca voy a entender eso de la estética en África con el calor que hace) me acompaña a una habitación donde hay una camilla. Mientras espero los resultados del análisis de sangre observo la humedad del techo en un rincón. Descubro una araña tan desorientada como yo. Empiezo a cerrar los ojos. Tengo sueño, cansancio acumulado y agotamiento. Mis ojos se siguen cerrando un poco más… un poco más.

Pierdo la noción del tiempo. A lo lejos creo escuchar el murmullo de la gente en la calle, las bocinas, el tráfico y los vendedores ambulantes. Siento unas voces acercándose a la habitación. Se abre la puerta y entran en escena: José, la enfermera y un doctor de piel tan blanca como la leche. Su mameluco le hace juego con sus ojos verdes. Observo como “discuten” con un papel en la mano. Supongo que son los análisis, pero no logro interpretar qué dicen. El doctor pone una mano sobre mi espalda para que logre incorporarme lentamente. ¿Por qué me cuesta levantarme?, me pregunto mientras todo transcurre en cámara lenta. No distingo si estoy soñando o si es la realidad. Creo que es un sueño.

Logro identificar que el doctor habla con José en portugués. Pero, no estábamos en Costa de Marfil? ¿O es que nos tomamos aquél avión a Angola? Mi confusión aumenta al ritmo de la fiebre. Escucho la conversación en un volumen bajo, como si tuviera los oídos tapados.

Positivo, dice el doctor con una naturalidad que no logro asimilar. Entonces reacciono. No es un sueño!

–¿Cómo?, pregunto con la garganta seca.

–Sí, contrajiste Plasmodium falciparum con una carga de 600 Trophozoites. Para que tengas una idea el nivel 300 es grave y vos tenes exactamente el doble. Se la llama Malaria severa.

El resultado que afirma que estoy contagiado por segunda vez de malaria. Lo leo una y otra vez como queriendo encontrar errores. No los hay!

Siento como cada músculo de mi cuerpo se queda paralizado por la noticia. Otra vez malaria, otra vez esa romería de dolores extenuantes que aumentan sin pedir permiso, otra vez los dolores de cabeza, otra vez las náuseas. Otra vez toca vivir esa experiencia una vez más y tan solo estoy en la primera hora del primer día de batalla. Otra vez estoy en una fiesta a la que no quería asistir. Sin embargo habrá que bailar hasta el final. De eso no me quedan dudas.

Subo unas escaleras de mármol gris hacia otra habitación. Para mí, esa cama es como el banquillo de los acusados. En mi interior hay una voz que susurra:

Se lo declara culpable del delito de no haber tomado la decisión correcta, en el tiempo oportuno. No haber dejado África cuando su cuerpo se lo pedía a gritos ha tenido sus consecuencias. Pero Sr Juez, déjeme que le explique. Estaba en un proyecto, en un sueño y… Sr. Mazzoncini, no discuta más, no tiene sentido. Ya es tarde. Recuéstese en la cama que en breve le traeremos el suero, unas inyecciones y el Coartem.

–Dr., ¿cuántas bolsas de suero serán?

–Solamente una.

–¿Entonces podré irme en una hora?

–No! Estarás al menos unas 8 horas, así te repondrás rápido para tomar tu vuelo a España esta noche de una manera más digna

El doctor libanés se fue a seguir atendiendo a sus pacientes y la palabra digna me quedó dando vueltas en la cabeza. La enfermera con peluca puso la vía en mi mano derecha y desapareció. El sol seguía entrando sin piedad por el ventanal al igual que el ruido del tráfico. Estaba tumbado en la cama completamente inmóvil por el dolor. A los pocos minutos ya me había quitado las zapatillas, las medias y la camisa. El doctor había sido claro con la enfermera. “Nada de encender el ventilador o el aire acondicionado”. La estrategia era que pudiera transpirar lo más posible ya que eso ayudaría a sentirme mejor. Pero una cosa es decirlo y otra muuuyyy distintas es vivirlo. Las gotas de sudor caían desde mi cabeza como una represa recién abierta. Apenas había pasado una hora y la sábana ya estaba empapada. Faltaban 7 horas más de todo. De tráfico, de sed, de gritos de la calle, de calor, de sol, etc. Del calvario, del dolor constante, de una habitación sin una brisa de aire.

Se corre el telón y que empiece la función: esta obra va a durar varios días y el final es incierto.

Intentaba pensar en algo positivo. En visualizar que la enfermedad había pasado. Pero en ese intento a medias un dolor agudo como un cuchillo se clavó en ambos riñones. Después en el abdomen. No pude contener las lágrimas de impotencia. Las piernas comenzaron a pesar toneladas y el cuerpo entero se puso tan sensible que empecé a sentir dolor en el ligamento que me había roto en Sáhara Occidental semanas atrás.

Tiemblo de frío. Tiemblo de calor. Tiemblo de miedo. Se me tapan los oídos otra vez. Entra en escena la enfermera con peluca, pero no viene sola. La acompaña una aspiradora enorme.  En mi cabeza ese ruido es como un taladro perforando la inmensidad. Ruego que se vaya cuanto antes. ¿Es posible que una enfermera se encargue también de la limpieza? Acaso no es tarea de otros (y en otro momento). Pues no, acá en África lo imposible siempre es real. Siempre. Suena su celular. Se va afuera para atender la llamada, pero el taladro-aspiradora sigue prendido. Quiero gritar. ¿A quién?, ¿contra quién?

Al mediodía, cuando la habitación era tan calurosa como un volcán en erupción llegó José con el almuerzo y dos litros de agua fría (San José Javier debería llamarse mi amigo)

–Joder tío, pero que calor insoportable que hace aquí. ¿Por qué no prendemos el A/C?

–No! no se puede.

–¿Está roto acaso?

–No…

–¿Y entonces?

–Es parte del “plan rescate” para recuperarme lo antes posible. Transpirar lo más que se pueda, dijo el doctor.

Almorzamos intentando distraernos con la TV que había en la habitación, pero solo funcionaban cuatro patéticos canales. La señal de wifi también era una utopía.

“San José Javier” regresó al hotel para terminar de cerrar las cajas de las bicicletas, bajar las alforjas a la sala de estar y buscar un taxi para ir al aeropuerto más tarde.

Había llegado de día a la clínica y cuando salí ya era de noche. Caminé por impulso las calles de un Abiyan que no llegué a conocer. Tampoco había mucho por ver. Era consciente que no solo me estaba despidiendo de África, también del proyecto de llegar a Sudáfrica pedaleando, de un sueño que no pudo ser cumplido al menos por ahora. Al final de la calle de tierra unos niños jugaban arriba de un auto abandonado. Por un instante nuestras miradas se cruzaron. Ellos saludaron con su mirada, yo con una sonrisa.

Todo lo que vino después hasta llegar a España fue como una película transcurriendo a gran velocidad. Subir las bicicletas al taxi. Viajar incómodo hasta el aeropuerto. Horas de espera para despachar el equipaje. Filas eternas, migración, inmigración, escala en Lisboa, más espera. El frío de Europa hizo que la fiebre aumentara a la velocidad de la luz. Se disparó a 40º.  A la malaria se sumaba mi preocupación de que me dejen en cuarentena en ese estado que yo denomino “no me siento humano”. A esta altura la malaria severa se había transformado como si estuviera en una montaña rusa donde va a pasar de todo, menos diversión.

¿Qué había aprendido durante todos estos meses por Marruecos, Sáhara Occidental, Mauritania, Senegal, Sierra Leona, Gambia, Guinea, Liberia, Costa de Marfil?

La respuesta es tan larga que podría escribir un libro acerca de esas vivencias. Sin embargo, hay algo que aprendí y que es imprescindible compartirles. Me olvidé de matar al ego del viajero a tiempo. Dejé que se adueñara lentamente, país por país, kilómetro tras kilómetro. Una mala jugada que tuvo sus consecuencias. La gran mayoría desea ir por más. No me refiero solamente a ese sello que te ponen en el pasaporte al cruzar una frontera, porque todo viajero es curioso por naturaleza. África me atrapó como un imán. Cuanto más viajaba hacia el sur por la costa oeste, más duro se ponía el obstáculo. Más difícil, más desafío. Pero ingresando a Freetown, la capital de Sierra Leona pensé: hay que poner un límite a todo esto. Entonces aprendí a re-aprender. Porque estar atento a lo que el cuerpo necesita es mucho más importante que hacer lo que la mente desea. Decirlo suena maravilloso, aplicarlo es la cuestión.

¿Tomé los recaudos necesarios? Todos los que estuvieron a mi alcance. Viajé en la época seca, ya que sin lluvias hay menos mosquitos. Viajé en la época menos calurosa (nov-dic-enero-feb), pero aún así había días con 45 grados o más. Llevaba dos repelentes potentes que usaba antes de caer el sol que es cuando más actividad de mosquitos hay al aire libre. Rociaba con permetrina la carpa y la ropa antes de ir a dormir. Usaba remeras y pantalones largos durante la noche a pesar de las altas temperaturas. Entonces, ¿por qué, dónde o cómo me contagié de malaria? Es la respuesta que jamás sabré. Pero sí hay una pregunta-respuesta que siempre me hago: ¿PARA QUÉ? todo hecho que nos sucede en la vida es para dejarnos una enseñanza.

Esta es la última foto que tengo de África. Fue tomada por José cuando recorríamos los primeros kilómetros de Liberia rumbo a Costa de Marfil.

***

Escribí este post en el pueblo Pedro Muñoz de Castilla-La Mancha (España) mientras me recupero de la malaria y de los 10 kilos que perdí. Hasta acá fueron casi 14.000 km pedaleando por la Ruta de la Hospitalidad. Una ruta que no sale marcada en ningún mapa y que solo se encuentra a medida que avanzamos por el camino elegido. El de la intuición.

No es extraño que termine esta etapa del viaje junto a Rosa y José (y a Pepe que viene a verme también). El amor de ellos es el eslabón final de una cadena infinita de personas que me ayudaron en los momentos más difíciles. Salimos de viaje solos, pero siempre estamos acompañados, especialmente en los momentos más duros. 

Gracias a ASEGURATUVIAJE por haberme cuidado y acompañado en todo este proceso, tanto en Costa de Marfil como ahora en España.

Viajando con la mejor cobertura!