Desde hace unos días adopté una nueva forma de viajar. La idea es no naturalizar las incontables experiencias que uno va teniendo mientras recorre un destino. Probar una comida nueva, ver un paisaje increíble, viajar haciendo dedo por un país que no entiendo su idioma, lograr una buena foto, visitar un templo, charlar con un monje, andar en bici por un camino que bordea unos arrozales, etc. Muchas de estas situaciones parecen lógicas y obvias cuando uno está de viaje. Es lo que uno espera vivenciar y es lógico que así sea. Pero el día que llegué a Inle Lake para navegar sus aguas y fotografiar los pescadores me di cuenta de algo y no me gustó. Estaba empezando a tomar como algo natural todas esas vivencias. Despertate Esteban! Estás dando la vuelta al mundo! Estás en Myanmar, me dije! Por un instante cerré los ojos e intenté visualizar en primer lugar mi barrio, sus calles, desayunar casi siempre lo mismo, tener una vista inmodificable desde el piso nueve de mi living. Imaginé un Buenos Aires con calor, un feriado lluvioso o la gente saliendo de la cancha festejando la victoria de su equipo un domingo. Cuando abrí los ojos nuevamente eran las 5.30 de la mañana, hacía frío y tenía que vestirme para ir a tomar una lancha. No podía permitirme que ese hecho fuera algo natural, sobretodo porque había deseado estar acá hace tiempo y otros viajes por Medio Oriente, África o incluso por Asia me habían llevado por caminos opuestos.
El silencio es casi absoluto, solo se escucha el tac tac tac de la hélice golpeando el agua en Inle Lake. La línea del horizonte está en algún lugar pero no se ve todavía porque una densa capa de bruma lo impide. El conductor de la lancha no habla inglés pero señala en un viejo mapa fotocopiado los lugares a visitar.
El viento pega en la cara y de alguna manera me ayuda a estar más despierto que nunca. En una de sus orillas un pescador prepara las redes mientras sus hijos corren por el patio de la casa. Navegamos entre bancos de niebla media hora más hasta que nos detenemos. Lentamente aparece un color rojo, después algo de amarillo y blanco. Como si fueran fantasmas tres pescadores con sus remos y sus típicos canastos de mimbre aparecen enfrente nuestro. Realizan piruetas en un pie y adoptan posiciones de yoga. No están pescando sino posando para la cámara. En un principio me desilusionó ver esto porque esperaba que fueran auténticos pescadores. Pero con el correr de las horas y encontrar a los que trabajan con las redes pude cambiar mi forma de pensar. Entendí que ese es su trabajo y su manera de ganarse la vida. Hacer malabares con su cuerpo, pararse en un solo pie en la punta de su barca de madera y levantar con el otro el canasto con una habilidad sorprendente.
Seguimos navegando y con el transcurso de la mañana cientos de botes y lanchas empezaron a llegar. Algunos iban hacia el mercado de frutas y verduras, otros a comer a los restaurantes, a visitar los templos o a las fábricas.
Nuestra siguiente parada fue en una de ellas donde una anciana de unos ochenta años trabajaba con su rueca los hilos de seda. Pero más que admirar su trabajo fueron sus manos lo que me llamó la atención. Su piel tan arrugada me hizo pensar en su vida. ¿Habría trabajado siempre en este oficio? ¿Cómo habrá sido su infancia en un país con dictadura militar? El idioma es una barrera para saber las respuestas pero al saludarla con una de las pocas frases que aprendí sus labios dibujaron una sonrisa.
Regresamos con la luz del atardecer en silencio. Ese recorrido no solo marcó un antes y un después en mi vida viajera sino en mi interior. Prometí estar más despierto que nunca, con la sensibilidad al cien por cien, devolviendo la misma sonrisa que recibo al llegar a cada lugar. Todavía quedan muchos países por recorrer y cada día será único. Desde hoy empiezo a desnaturalizar esta vuelta al mundo 2015.