Ni bien llegué a Uzbekistán me agarró una especie de romanticismo viajero. Es que en Kirguistán estaba demasiado ocupado con los treking en los alrededores del lago Song-Kol, viviendo con las familias nómadas y viendo como era su día a día en sus gers. En Tajikistán no salía de mi asombro al recorrer la mítica ruta M41 más conocida como Pamir Highway mientras acampaba frente a las inmensas montañas de Afganistán.
Pero como les contaba, cuando llegué a este destino de Asia Central tuve sensaciones extrañas. ¿Será porque quería estar acá desde que tenía tan 14 años? ¿Por qué sitios como Samarcanda seducen tan solo con nombrarlos? La plaza Registán me deslumbró y es más hermosa de lo que la imaginaba, pero no deja de estar en medio de una ciudad con semáforos y tráfico.
Cuando llegué a Khiva, un lugar con más de 25 siglos de historia era el atardecer. Emir, mi cómplice de estos 450 km a dedo me había dejado en la puerta de la ciudad vieja más conocida como Itchan Kala. Atravesé la puerta de madera, levanté la mirada y enfrente me encontré con el famoso minarete Kalta, el ícono de la ciudad. Entonces hubo una conexión especial con este lugar y pensé: si las ciudades fueran mujeres seguro me hubiera enamorado de esta. Caminar por las noches en silencio entre callejones estrechos, ver cielos estrellados como los que tuve desde la madrasa Alloquli Khan o desayunar frente al palacio Isfandiyar no parece ser real. Es como quien dice: este lugar es de fantasía, es de cuentos, tiene magia, es para enamorarse. Cualquier viajero que haya estado por Khiva no hace más que hablar bien de ella. Y tienen razón! Tal vez cuando estés por acá y toques sus paredes de terracota, subas a sus minaretes para admirar esas cúpulas redondeadas de color turquesa o camines por los tejados de la fortaleza entenderás que no exagero.