Cabeceando una campana de 5 toneladas: Hola Don Jaime, buen día, le habla la Magdalena. Si, todo tranquilo. Mire, hay dos argentinos que preguntan si pueden subir al campanario de Santa Lucía a sacar unas fotos (con mi mano le hago señas de que será una sola). Silencio de unos segundos en el teléfono…. Ok, ok! Entonces le aviso a Don Alfredo.
Magdalena se dio vuelta, guardó su celular en el bolsillo y con una sonrisa nos dijo que teníamos la autorización correspondiente. El problema es que puede subir uno solo. Entonces decidimos que subiría yo a ver Suchitoto desde las “alturas santas”. Escuche mi hijo, vaya con cuidado que arribita no hay barandas ni nada y la entrada está bien prohibida para todos, pero… hoy el párroco andaba de buen humor. Volví a la sacristía donde me estaba esperando Don Alfredo con las llaves en la mano. ¿Está seguro que quiere subir al campanario?
Cuando le dije que si, no tenía la más mínima idea con lo que me iba a encontrar. Subí por una escalera de cemento despintada, llena de caca de palomas y con poca luz. Al final había una tapa pesada de hierro. La empujé con fuerza, subí dos escalones más y de pronto me encontré en un espacio tan pequeño que apenas me podía mover. Efectivamente no había ni una sola baranda, nada de donde agarrarse para pasar por un precipicio angosto hasta el campanario principal. Tomé aire, mucho coraje y caminé por la cornisa. Eran unos pocos metros pero a mitad del camino entré en dudas de la locura que estaba haciendo. No tenía espacio para girar, mover los pies y regresar. La única alternativa era avanzar (contra mi voluntad). Intenté no mirar hacia abajo para no marearme, pero mi maldita curiosidad pudo más. Todo se veía chiquito, lejano e increíblemente hermoso. Le recé algo que ni me acuerdo a la tal Santa Lucía, como así se llama la iglesia y con un poco de taquicardia llegué al campanario principal. Saqué la cámara de fotos y cuando me levanté, mi cabeza dio de lleno contra el borde de la campana. Tan fuerte que hasta sonó un poco y me abrí la frente. No podía creer lo torpe que había sido estando en un lugar donde apenas entraba sentado y no tenía ninguna contención a los costados.
Suchitoto se veía tan linda desde ahí que fue imposible cumplir con mi palabra de sacar una sola foto. Disparé hacia los tejados, hacia la plaza, hacia las montañas, hacia el lago Suchitlán. Volví a la oficina parroquial para agradecerles y confirmarles que (por muy poco) no me había caído. Me daba tanta vergüenza mostrar la frente accidentada, que me puse la gorra para el sol. Ayer Magdalena recibió las fotos que le envié por mail y les gustaron tanto que las usarán para sus folletos de catequesis. Bueno, al menos el cabezazo al campanario tendrá una buena utilidad. Valió la pena arriesgar!
Vendo y leo al mismo tiempo: José Luis está a la sombra. Son apenas las 10 de la mañana de un martes en la tranquila placita de Suchi (el toto no lo pongo más porque los locales casi no lo dicen). ¿A cuánto la limonda?, le pregunto. Responde en automático, sin sacar la vista del diario y ver las últimas noticias del pueblo. La raspadita con dulce de mora a una cora (0,25 centavos de dólar) se la dejo. Con sal y jarabe de fresa a medio dólar. Ok, gracias, vengo en un rato. Mientras me fui a buscar otras fotos por las calles irregulares del casco histórico, José Luis no despegó un segundo la vista del diario. Supongo que debe haber vendido poco, porque cuando ya era de noche y las luces se estaban apagando todavía seguía ahí parado. Pero sin leer las noticias.
¿Es jugador de fútbol? Queremos una foto!!! Disculpe, ¿Qué significa pupusa loca? María nos dio la explicación detallada de todo lo que lleva esta tradicional comida que los salvadoreños y viajeros comen a cualquier hora del día. Entonces compramos una y nos sentamos a ser parte del ritual suchitense. Estar en un banco de la plaza y ver como transcurre la vida. Acá en Suchi todo es relajado, no hay bancos, no hay semáforos, hay pocos autos y poca gente. Todos hablan lento, sonríen y te saludan. Más tarde para romper nuestra propia monotonía decidimos caminar los 2 km que hay hasta el Puerto San Juan.
Miguel, un chico de unos 8 años nos había asegurado que no se paga entrada para acceder al muelle, pero según el policía que calzaba un rifle calibre 12 (lo que ya es común en todo El Salvador) la entrada de 1 dólar es obligatoria. Sin más remedio, pagamos y nos fuimos hasta donde están las ninfas acuáticas a ver el atardecer.
Mientras nos preguntábamos como es que los botes hacen para llegar hasta el otro lado del lago entre tantas plantas, aparecieron tres mujeres felices de ver a dos extranjeros. Cuando supieron que era de Argentina, instantáneamente dejaron sus carteras en el piso y se pusieron en pose. Una de ellas aseguró que está enamorada de todos los jugadores de fútbol y antes de que le dijera que apenas voy a la cancha a ver partidos ya nos habíamos hecho la memorable foto.