Poco sabía de Nicaragua. La realidad es que cuando visité Centroamérica hace unos 13 años no recuerdo bien porque este destino lo pasé por alto. Lo poco que recordaba era desde una foto que había visto durante el colegio secundario donde había una isla con forma de 8 y un volcán en cada círculo.
Cuando el ferry comenzó a acercarse a la costa salí afuera. Nunca aprendí si a esa parte se le dice la popa o la proa. Enfrente teníamos al volcán Concepción con casi 1.600 metros de altura, tal cual se veía en aquella foto. Ni bien bajamos taxistas hambrientos de viajes hacia El Quino, Altagracia, Santo Domingo o Balgüe comenzaron con el acecho. Nos hicimos los desinteresados mientras buscamos a otros cómplices que se quisieran sumar al viaje y de esa manera abaratar el recorrido de 40 km.
Nos hubiera gustado tomar el bus y seguir viajando con los locales, pero todavía faltaban como dos horas para que pasara y con tres horas de duración hasta Balgüe, donde íbamos, seguro que llegaríamos entrada la noche.
El Jardín del Búho, donde nos esperaba Juan Rivas, un pintor local no recomendó que en lo posible llegáramos con un poco de luz. Es que a veces salen algunas víboras ansiosas por descubrir pisadas de viajeros extraños, nos escribió por mail. Entonces seguimos su consejo para llegar antes del atardecer.
De pronto me di cuenta que la isla, sus palmeras, la poca cantidad de autos, ver gente local que viajaba en bici o a caballo, lentamente empezaron a ejercer lo que llamo “efecto anestesia”, algo así como cuando uno empieza a relajarse y todo sucede en cámara lenta. Me gusta cuando no hay mucho por ver pero si mucho por apreciar. Más allá del famoso ojo de agua, los dos volcanes que se pueden escalar y una cascada, todo lo demás depende de uno. Si uno quiere se puede pasar una semana entera tirado al sol, leyendo, mirando atardeceres o dándose un baño en el lago Nicaragua, el segundo más grande del mundo de agua dulce.
Una tarde salí a caminar por la orilla y me sorprendió ver a unos bueyes y caballos tomando agua. Después recordé que no es salada como la del mar y corrí para tomarles una foto antes de que se fueran.
Hola, ¿Son tuyos los caballos? Le pregunté a un muchacho moreno que vestía jean, musculosa y caminaba descalzo. En realidad quería saber si me podría alquilar los caballos por una media hora. Es que de chico creía que cabalgar sobre la orilla del mar o de un lago salpicando agua era lo más parecido a experimentar una sensación de libertad. Hoy, un poco más grande, me doy cuenta que lo es.
Si, te lo podría traer mañana, a eso de la 9.
Ah, pero que sean dos! Seguramente Lucila se sume a la aventura.
Se supone que íbamos a madrugar pero tal vez el “efecto anestesia” nos hizo cambiar la rutina del sueño y terminamos saliendo a buscar a Jainer, el dueño de los caballos, a eso de las 11.
Cuidado cuando lo montes Esteban, al tuyo le gusta andar ligerito, me dijo ni bien me acomodé en la montura. El caballo se sentía como si estuviera en la gatera del hipódromo de Palermo listo para una carrera. En cuanto le alargaba las riendas se podía sentir toda su energía. También lo podía sentir en mi mano izquierda que con fuerza sostenía las riendas. Me acerqué a la orilla, miré el volcán Concepción al fondo y me dejé llevar por ese instinto salvaje de galopar a máxima velocidad por la orilla salpicando agua para todos lados. Que bien se siente uno cuando juega a ser niño otra vez, no?
Historias de “El Che”
Al otro día nos fuimos caminando buscando algo para almorzar. Un cartel escrito en colores indicaba: muffis, tortas, jugos y la tentadora lista continuaba. Tal vez fue el destino pero fue ahí donde conocimos a Alex, un argentino que trabaja en el bar de “El Che” desde hace unos cinco meses. Si quieren se pueden dar una vuelta a la noche para charlar, nos dijo mientras se acomodaba su pañuelo tipo pirata. Si hay algo que no hacemos en este viaje, es programar mucho las cosas y siendo un 24 de diciembre no teníamos la más mínima idea como festejaríamos la nochebuena.
Tres horas más tarde y en plena oscuridad estábamos caminando los 2 km hacia el bar Bambú. Cuando la luna llena dejaba de iluminar el camino porque se escondía detrás de unas nubes negras, sacábamos los celulares para ver un poco el camino. Pero a decir verdad, le quitaba el encanto a la situación.
Llegar al bar fue una de las cosas más entretenidas que tuvimos durante nuestros días en Ometepe. El Che es el personaje de la isla, sin lugar a dudas. Tiene unos 50 años pero pareciera que hubiera vivido 500. Tiene tantas, pero tantas historias que se podría escribir un libro sobre su vida. Si tuviera que hacer un resumen sobre todo lo que nos contó durante la cena les diría que a los 25 años ya tenía su propia agencia de publicidad en Vicente López. Después de acumular una buena fortuna en autos, casas y veleros, decidió dejar absolutamente todo, cerró la agencia y se fue a dar vueltas por el mundo. Sus amigos le decían que la vendiera y que con esos tres o cuatro millones de dólares se dedicara a vivir como un rey. Pero eligió otro camino y empezar desde cero. Porque así se quedo al cerrar la agencia, indemnizando a cada uno de sus 45 empleados.
El apodo de El Che no es casual. País en los que haya vivido como Panamá, Colombia, Costa Rica y ahora Nicaragua entre otros, siempre estuvo a favor de los más necesitados. Claro que eso lo llevó a estar un par de veces bajo las rejas porque según algunos gobiernos violaba la constitución. Ni el sabe como llegó a hacerse amigo de Daniel Ortega, el presidente de Nicaragua, o de dar conferencia internacionales sobre el medio ambiente, pero de una u otra manera sus historias fueron tan atrapantes que cuando estábamos por pagar la cuenta nos dijo: ahora cierro el bar y los invito con unas cervezas. Nos acercamos hasta la barra y junto con Axel, aquel chico que habíamos conocido horas antes compartimos más anécdotas hasta que dieron las doce. Desandamos el camino entre ruidos de monos, pájaros y un viento fresco que para el calor sofocante del día era una bendición.
De todas las historias que escuchamos la que más me impactó fue cuando nos contó que un día preparando un asado con amigos en Tucumán su vista empezó a ponerse mal y en cuestión de minutos se quedó completamente ciego. “Veía todo oscuro, como si fuera un gran pozo negro” nos dijo con una sonrisa en la boca. A diferencia de otros, en vez de entrar en desesperación según él fue el mejor aprendizaje que tuvo en toda su vida. Después de 22 operaciones su visión mejoró un poco y gracias a su tremendo espíritu optimista disfruta de todo como si tuviera 20 años. Todo esto pasaba en una atípica noche de un 24 de diciembre de 2015.
Tarde de rodeo
Es increíble como uno puede cambiar las rutinas cuando está de viaje y especialmente si es en otro país. Si estuviera en Buenos Aires hoy, 25 de diciembre, seguramente estaría yendo a visitar a mis papás, amigos, comiendo el famoso vitel tone que sobró del día anterior y para aplacar el calor del verano porteño comiendo un poco de helado.
Tal vez acá en Nicaragua la única coincidencia es que hace bastante calor. Averiguamos que podíamos hacer y seguimos la recomendación de Juan Rivas el dueño del hostel, que dejó su profesión de pintor para dedicarse a la hotelería.
Alquilamos unas bicis para recorrer los kilómetros que nos separaban hasta la otra punta de Balgüe. Cuando llegamos las atamos a uno de los arcos de la cancha de fútbol y salimos a explorar el caótico evento. Habían puestos de comida local, desfile de caballos, niños corriendo por todos lados y lo más esperado por todos, el rodeo de toros.
Lo que más me llamó la atención es que los locales vestían sus mejores ropas, como si fuera una gran fiesta. La isla tiene unos 35.000 habitantes y si bien todos no estaban ahí, muchos de los más adinerados hicieron su presencia con sus autos, su ganado y sus caballos.
Pagué la absurda entrada de un dólar y subí por unas escaleras de madera a punto de quebrarse. Detrás, el alambrado totalmente vencido no ofrecía ninguna seguridad, sin embargo la gente seguía y seguía subiendo. Cuando ya no hubo más espacio muchos se ubicaron debajo de las gradas. Tal vez la vista no era la misma pero nadie se quería perder el inicio del primer rodeo. Las trompetas sonaron desde un rincón y un caballo blanco hizo su entrada ante el aplauso de todos. Detrás de una larga y tensa soga le seguía el primer toro.
Entre varios lo ataron a un poste, hasta que se acercó un chico con cara de pícaro y se subió al lomo. Hubo unos segundo de silencio (o tensión) hasta que la música explotó de nuevo. El joven demostraba sus habilidades sacudiéndose con violencia arriba, abajo y para ambos lados mientras el toro intentaba sacarse esos kilos de encima. De pronto todos exclamaron algo así como Ohhh!! y el chico salió despedido por los aires. Aterrizó con fuerza en medio de la tierra, pero tal vez para no quedar en ridículo, rápidamente se levantó, se sacó el polvo y salió corriendo por un costado del área de rodeo. Pasó bastante cerca de donde estaba y su cara de dolor era inevitable.
Siguieron varios más demostrando sus habilidades hasta que tal vez por los molestos borrachos que se iban poniendo con algunas copas de más o porque el espectáculo comenzó a darme lástima por el trato con los animales, salí a buscar a Lucila y emprender el largo regreso en bici.
Los días siguientes en la isla fueron muy relajados. Nos dedicamos a escribir algunos post, a dormir una siesta, algo que no hacía desde hace meses, a subir a uno que otro mirador y a cambiarnos de hospedaje después de habernos cruzado con una serpiente una noche que regresábamos a la habitación. Tal vez como dijo Juan, el pintor, a algunas no les gustan las pisadas de viajeros extraños.