-¿Cuántos kilómetros llevás en estos días?, me pregunta mi vieja desde Buenos Aires.
-Esperá que me fijo en el contador… 850 km
-¿Y hacia dónde sigue tu ruta?
-Estoy por llegar a Vilna, capital de Lituania, pero antes te voy a compartir lo que me pasó cuando dejé Riga.-
Dale, contame…
Latvia o Letonia, como muchos la conocen no fue un país más en esta vuelta al mundo (ahora en bici). En primer lugar porque como bien les compartí en el post anterior haber vivido con Kris en medio de un bosque en un parque nacional fue transformador, un aprendizaje constante que me llevó a reflexionar de una manera más profunda para conmigo hacia donde y cómo quiero seguir viviendo.
Después de cuatro días de estar en ese bosque me fui a Riga. Es difícil expresar que se siente en el cuerpo y en el alma, qué significa que una persona te reciba en su casa, te abra su corazón y te trate como si fueras parte de la familia. Durante la cena con Gustavo, el argentino que me estaba hospedando, conversamos sobre muchas cosas. Cómo y porqué decidió casarse y vivir acá con una mujer letona, cómo empezó a dar clases de español, cuál es su rutina y sus futuros planes, etc. En un momento me pregunta algo simple que me bloqueó: ¿Vino o cerveza? No sabía que responder. Que increíble que después de tres semanas de pedalear por bosques y campiñas, tomando agua de fuentes y vertientes dude en qué responder… Me da igual, le dije, porque todo aquello que sale de lo cotidiano cobra un valor extra.
Al segundo día, cuando todavía las calles estaban un poco empapadas por la llovizna decidimos salir a recorrer las calles de la capital. ¿A dónde vamos?, le pregunto a Daze, su esposa. ¿Conocés Moscú?, me responde con otra pregunta.
Si, estuve hace unos años. No, no… me refiero al barrio Moscú acá en Riga. Dicen que si uno toma la calle Moscú y le da derecho después de miles de kilómetros llegás a Moscú, la ciudad!
Daze estacionó en una calle empedrada que parecía de película. Y ahí, en medio de un silencio absoluto empezamos a caminar sin mapa, sin rumbo, sin celular. Una señora se asoma por la ventana desde una vieja casona ubicada en una esquina (foto 1). Doblamos en esa cuadra y en frente observo a una señora barriendo la vereda (foto 2). Unos metros más adelante aparece un sillón tirado y al costado dos ruedas de auto (foto 3). Dos calles más arriba nos metemos por un pequeño pasaje que da un gran patio interno. Desde la puerta de edificio sale un tipo a fumar (foto4). Dando la vuelta manzana aparece un graffiti con un texto que me es imposible entender. Espero el momento y cuando aparece una chica levanto la cámara (foto5). Regresamos al auto por otro camino donde me llama la atención las ventanas de un edificio. Me pongo a pesar en lo que hay dentro de cada una. En sus historias, en su pasado, en su futuro (foto6).
Ese día sentí que me transportaba al pasado. Las calles de Moscú me atraparon por su carácter, por su nostalgia, como si fuera la letra de un tango. No fue tristeza, ni melancolía, fue nostalgia. El resto de los días volví a fotografiar Riga. Sus calles, su gente, su atmósfera. Encontré nuevas fotos, nuevas historias, pero nunca el alma de Moscú.