La magia de sus templos y mezquitas, sus bazares, la hospitalidad de la gente y una civilización tan antigua como la de Egipto despiertan mi curiosidad por conocer estas tierras. Después de pasar un duro invierno en Afganistán con temperaturas de casi 25 grados bajo cero inicio el viaje a Pakistán. El famoso paso de Khyber, el que tantas veces cruzó Marco Polo en la ruta de la seda, hoy está controlado por las peligrosas etnias pasthunes, por lo que decido tomar un corto vuelo hasta la vecina ciudad de Peshawar, en Pakistán. Una mezcla de hombres de negocios de Arabia Saudita, mujeres hindúes con sus saris de seda y turbantes impecables, son mis compañeros de viaje mientras observo las impresionantes montañas nevadas del Hindu Kush, donde se dice refugian a Bin Laden. Me llama la atención cuando una voz inicia el rezo musulmán y varias personas se arrodillaron en los pasillos a orar mientras se acomodaban su shalwar kameez -la prenda tradicional que lucen los hombres en Pakistán, formada por una camisa larga hasta las rodillas y unos anchos pantalones-. El viejo Hotel Habib me da la bienvenida. Dejo la mochila y salgo a recorrer una de las ciudades más animadas de Pakistán. Me atrae la idea de recorrer los bazares para ver sus artesanías tribales, tejidos y objetos de madera. El lugar indicado para comenzar es el Kissa Khawani Bazar. Callejones interminables y estrechos, son iluminados por pequeños hilos de luces que se filtran por chapas agujereadas. Mujeres cubiertas por burkas celestes y blancas caminan como silenciosos fantasmas mientras hacen sus compras.
Después de curiosear durante varias horas los puestos me siento a disfrutar un chai (te caliente), y a organizar un corto viaje a Gilgit para presenciar un partido de polo, herencia de la colonización británica. A la mañana siguiente me despierto sobresaltado por varios disparos. Me visto apurado con lo primero que tengo a mano y sago a la calle. Ese sonido proviene de un AK-47, las conocidas Kalashnikov rusas. Muchos suelen llevarlas colgadas de sus hombros como un signo de virilidad guerrera. Increíblemente en una plaza no muy lejana varias personas practican su puntería a cielo abierto. Es que por unas pocas rupias se puede alquilar un arma y tirar a gusto. Más tarde, conversando con un conductor de rickshaw, tradicional transporte local, me introduce en la realidad: “Peshawar es el centro de formación y reorganización más grande de los talibanes, fuera de Kandahar, Afganistán. Gran contradicción en esta ciudad pakistaní en la que su nombre se traduce como “Ciudad de las flores”. Por ultimo echo un vistazo a la mezquita Mohabat Khan y desde allí tomo un bus hacia el sur. Una autopista impecable y moderna me condue a la nueva capital, Islamabad.
Avenidas importantes, gran cantidad de árboles y jardines, lujosos hoteles y autos importados se dispersan en esta pequeña ciudad que no responde para nada a la idea preconcebida que uno puede tener de estos lugares. Aquí, solo se encuentra la residencia del presidente, edificios administrativos y la zona de las embajadas en el denominado distrito azul. Es una ciudad que solo se puede recorrer en auto. Por eso tomo uno de los tantos taxis Suzuki hacia Rawalpindi, ubicada en la provincia de Punjab a tan solo quince kilómetros. Al llegar me detengo en el famoso Bazar Raja, donde algunos aseguran que dos días no son suficientes para recorrerlo. Mientras como un plato de kofta, algo así como albóndigas de carne con cebolla y especies, converso con Hamid, un costurero. Confecciona chalecos y los típicos gorros que usan en esta región. “Yo nací en Bamiyan, Afganistán pero luego de la destrucción de los grandes budas, en 2001, vivir allí era imposible y vine a Pakistán”. Sus ojos se humedecen al recordar a su hijo fallecido en otro atentado talibán.
Los famosos Budas de Bamiyan de 38 y 53 metros fueron esculpidos en el siglo V, sin embargo ni la millonaria propuesta del Museo Metropolitano de New York pudo evitar esta pérdida. Su habilidad para utilizar su vieja máquina de coser, sorprendería a más de una mujer. Le compro un gorro y escucho sus consejos antes de seguir paseando. Voces de niños y un griterío llaman mi curiosidad. Después de sortear varios puestos y callejuelas minúsculas llego a un gran patio. Es el escenario donde se disputa un partido de críquet, deporte de gran aceptación después del hockey. Los chicos batean y corren ajenos a mi presencia. Disfruto de su juego mientras les tomo algunas fotos. Un anciano sale de una de las casas enojado por mi presencia y no tengo más remedio que abandonar el estadio improvisado. Antes de partir a Lahore, una de las ciudades más bellas por su clásica arquitectura Mogol aprovecho para hacer treking por las montañas de Margalla. Lahore me sorprende por sus inmensos carteles de cine pintados a mano. En su mayoría las películas son musicales o de guerra y si bien están en un dialecto llamado Siraiki, típico de la región, entro a la sala. Butacas de maderas que crujen sin descanso acompañan los sonidos de un baile típico.
Al atardecer salgo a recorrer El Fuerte y los Jardines de Shalimar los cuales fueron declarados por la UNESCO como bien cultural a su Lista del Patrimonio Universal en 1981. Recorro varias de sus mezquitas entre ellas la de Badshahi, una de las más grandes y solo superada por el Taj Majal de India. Muy cerca, en plena calle, varios hombres juegan en el suelo a una especie de gran TA-TE-TI. Intento en vano entender sus reglas mientras ellos discuten sus movimientos. A la noche me espera la partida del tren hacia Amristar, India, atravesando la región de Cachemira que no solo es famosa por alojar al K2, la segunda montaña más alta del mundo, sino también por el eterno conflicto Indo-Pakistaní. Queda en mi el recuerdo de un viaje fascinante, no solo por haber recorrido pueblos ancestrales, sino por haber transitado los mismos caminos donde exploradores chinos, tratantes de caballos mongoles, mercaderes persas, caravanas uygures y soldados de Alejandro Magno venían en busca del secreto de la seda.