Después de recorrer unos días Jordania comienzo el viaje hacia Damasco, Siria, una de las ciudades habitadas más antiguas del mundo. Comparto el  taxi con Mahmed un comerciante de Irán y Abeeku un ingeniero de Angola. Nuestro chofer parece estar un poco apurado y esquiva los autos como si se tratara de un video juego. Tan solo tres horas nos separan hasta la capital aunque estamos por romper un nuevo récord. Una frenada inesperada me hacer reaccionar y dejo de tomar fotografías del paisaje. Nuestro conductor se baja, estira su alfombra en el piso y comienza a rezar en dirección a La Meca. Mis compañeros de ruta observan mientras fuman unos cigarrillos. Yo me dedico a disfrutar del atardecer. Llegar a Damasco es como caminar por un tramo de la historia antigua. Me corre un escalofrío de pensar que por estas tierras pasaron griegos, romanos, persas, mongoles y egipcios dejaron su huella, en especial en la arquitectura. Guía en mano encuentro un pequeño hotel en el casco viejo de la ciudad, lugar ideal para recorrer sus atracciones principales. Si bien es de noche salgo en busca de un tentador shwarma, un de los platos típicos de esta región que consiste en pequeños trozos de carne envuelto en pan. Una delicia que se originó en el año 1200 DC y en principio, era alimento para los pobres.

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Un local de ropa para mujeres en Damasco

Por la mañana camino hasta  la puerta norte de la Mezquita de Umayyad la mejor conservada. Me sorprende su enorme patio principal con sus altos minaretes.  Al entrar me descalzo y el frío de las baldosas me hacen recordar que aquí se encuentran los restos de San Juan el Bautista,  el sultán Saladino y el sepulcro de Husein bin Ali, nieto del profeta Mahoma. A unos pocos metros de allí se encuentra el mercado Hamidiyya, unos de los más grandes de Medio Oriente. Me dejo perder entre sus callejuelas de adoquines mientras recorro sus puestos de artesanías,  joyerías y  tiendas de velos. Me llama la atención su bóveda de hierro llena de agujeros. Un vendedor de dulces parece leer mi pensamiento y me cuenta que los mismos son producto de las balas de las ametralladoras de los franceses durante la rebelión nacionalista de Siria en 1925. Más adelante me detengo en una vidriera  donde la variedad de postres y dulces son una verdadera tentación. Me decido por uno de banana bañado en chocolate.

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Vista de la ciudad de Palmira

Después de tramitar la visa de Irán, mi próximo destino, emprendo el viaje hacia hacia Palmyra. Ubicada en medio del desierto, la ciudad respira calma. Alquilo una bicicleta junto a Paúl, un chico ruso que conocí en la estación terminal. Mientras pedaleamos hacia el Templo de Bel, uno de los mejores conservados, me cuenta que está entrenando para el próximo rally Paris-Dakar que se correrá en Sudamérica. Nos dejamos perder entre el complejo y llegamos hasta la parte posterior del templo. Desde ahí el escenario cambia por completo y solo se ve un inmenso oasis. Una moto tan antigua como sus ruinas aparece desde un camino polvoriento. Nos grita al-hamdu lillah, en árabe, un típico saludo de bienvenida. Lo saludamos mientras se pierde entre las palmeras. Seguimos recorriendo la antigua ciudad nabatea y llegamos hasta la imponente avenida principal (Decumanus) con su Arco al frente. Cientos de columnas nos reciben y nos invitan a continuar hasta descubrir el Teatro Romano. El calor empieza a sentirse y decidimos hacer un descanso. Cho, una turista japonesa se nos une también mientras compartimos unas frutas. Más tarde dejamos las bicis y salimos a caminar por el desierto en medio del Valle de las Tumbas. Después de dos horas llegamos al castillo árabe de Palmira. Desde allí contemplamos la puesta del sol con el complejo de fondo. Mi próximo destino es llegar hasta Deir ez-Zur para conocer el famoso Río Eufrates. El bus continúa atravesando zonas desérticas. Por los parlantes suena a todo volumen música árabe. Es Farid Al Atrash, uno de los músicos más famosos del país. Desde mi ventanilla veo un cartel que indica Irak, 120 kilómetros. Me corre una especie de adrenalina y escalofrío al mismo tiempo saber que en unos días estaré en el Kurdistán Iraki.

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Zona rural en Palmira

En vano intento dormir un rato. Sigo mirando hacia fuera como si quisiera descubrir algo en medio de la nada. Unos puntitos blancos aparecen a lo lejos y me quedo pensando. Me levanto como un resorte y le pido al conductor que se detenga. Se niega rotundamente a dejarme solo con una mochila en medio de la nada. Insisto y le prometo cuidarme. Antes de bajarme me regala unas galletitas y una botella con agua. Durante mucho tiempo tuve  la idea de conocer a los beduinos o nómades árabes de esta región. Cargo mis cosas y comienzo a internarme en la soledad absoluta. Un cielo azul y el viento tibio son mi única compañía. Mientras avanzo me acuerdo de los consejos de un viejo amigo. Coloco una bolsita de te en mi vaso térmico. Al acercarme a sus tiendas una niña de unos 15 años me mira desorientada mientras intenta calmar a sus perros enfurecidos. Con toda naturalidad le pido agua caliente para mi te. Una vez más saco a relucir mis estudios básicos de árabes. Para ganarme su confianza abro mi guía y le muestro algunas fotos familiares que llevo. Uno de los niños me pregunta por esa tela que cuelga de mi bolso. Es la bandera de mi país, le explico, y la extiendo para que la vea mejor. A lo largo escrito en árabe, turco y persa  se lee “Viajando por Medio Oriente”. Les cuento de mi itinerario, pero ellos, solo parecen estar interesados en mi religión, situación amorosa y laboral. Les cuesta comprender que viaje solo desde tan lejos. La madre me acerca una bandeja con frutos secos, hummus (pasta de garbanzos), crema de queso de cabra, aceitunas y mi vaso con el te. Un banquete digno para un rey.

A unos metros, la abuela sigue cociendo telas decorativas para la carpa, ajena a esta nueva circunstancia. Me quedo varios días con ellos compartiendo sus costumbres y colaborando con las tareas cotidianas. Una vez más me siento reconfortado por la hospitalidad de los árabes. Regreso a la ruta principal. Después de caminar un par de kilómetros un taxista se detiene a mi lado. Me pide un par de dólares para llevarme hasta mi destino. Insisto en que estoy haciendo dedo y finalmente me lleva gratis. Carros, bocinas, gritos de vendedores que provienen del mercado me reciben en Deir ez-Zur a pesar de ser una ciudad pequeña. Compro una bolsita con pistacho al pasar por una esquina y averiguo por el famoso río. A medida que me alejo los ruidos desaparecen. Un puente de hierro atraviesa el Éufrates. Al otro lado de la costa un puesto lleno de mesitas con sombrillas ofrece te caliente. Me relajo, saco un papel y dibujo mi próximo rumbo. No muy lejos de allí una pareja se hace fotos del día de su boda. Me pregunto si este lugar les significará tanto a ellos como para mí. No lo se, aunque si estoy seguro de unir el resto de mis expectativas cuando llegue al Tigris en Irak.

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Nómades del desierto

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Nómades en tareas cotidianas

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Con el jefe de la familia nómade que me alojó varios días