Subí las escaleras del metro y allí estaba. Como buen japonés esperando a las ocho en punto de la mañana como habíamos quedado. Fue extraño abrazarnos. Tal vez porque no había dado un abrazo en serio desde que había empezado el viaje en el sur de Asia. Cuando fui a buscar la visa de Birmania en Bangkok todo indicaba que seria un día común. Mostrar el recibo, retirar el pasaporte y listo. Pero no. Algo increíble sucedió y no recuerdo bien quien habló primero, pero lo cierto es que con Iván, Sofía y Mey (los argentinos con quien compartía el viaje en esos días) terminamos haciendo una selfie con Takatoshi y su novia Hisa en la calle de la embajada. Él habla muy bien español y ella, además de hablar portugués, le gusta bailar salsa. Japoneses con sabor latino! Faltaban más de tres meses para que llegara a Kyoto y que alguien que no te conoce te diga: “Mi casa es tu casa” fue una sensación tan extraña como formidable.
Takatoshi me enseñó mucho más que mostrarme las calles de la ciudad donde vive. Me enseñó algunas palabras en japonés, que con enorme paciencia las repetía una y otra vez, me llevó a comer a lugares donde no van los turistas, a entrar a un onzen (aguas termales) exclusivo para japoneses y a preparar Okonomiyaki. Con él aprendí la diferencia entre una geisha, maiko y geiko, o a entender los templos y shrines (santuarios) de otra manera. Pero lo más importante es que descubrí a un amigo. Viajando uno conoce a muchísimas personas, pero de ahí a formar una amistad hay una gran diferencia.
Una mañana mientras desayunábamos escuchando la música de la película Tonari no Totoro dijo. Tengo un plan para vos, buscá tus libros y postales que nos vamos a un lugar especial. Con Hisa ya tenían todo planeado. Ayudarme a vender mis fotos por las calles de Kyoto. ¿Qué mejor lugar que Gion-Shijo, sí, justo donde el puente mira hacia el río Kamogawa? Sacaron varias hojas y en japonés escribieron mensajes para la gente. Uno decía algo así como Esteban, argentino dando la vuelta al mundo. La primer hora no paró ni uno a mirar las cosas. Pero él decía, tranquilo, tranquilo, ya van a venir. Tal vez fue un hechizo del personaje Tengu, pero lo cierto es que todo lo que había llevado para vender desapareció en los siguientes cincuenta minutos. No lo podía creer y ellos estaban tan felices como yo.
Antes de viajar a Hiroshima, Hisa fue a dormir a la casa de su novio. Algo que no es común para muchos de la sociedad. Pero ella quería estar presente el último día. De su mochila sacó una bolsita y me regaló onigiris caseros, unos snacks muy tentadores para el viaje. Después compraron un vino y juntos festejamos nuestro reencuentro en Asia.
Dejé su casa de Kyoto en puntas de pie. Eran las 5 am y por más que me lo habían pedido no quise despertarlos. Cerré despacio la puerta y en compañía del amanecer salí a la calle. Había caminado una cuadra cuando escuché, Esteban, Esteban! Y ahí estaban los dos en piyama en el balcón gritando, agitando sus manos y deseándome buen viaje. Que un japonés (mejor dicho dos) estén a los gritos a esa hora del día fue algo que jamás volveré a ver.
Nos conocimos en Tailandia. Nos hicimos amigos en Japón. Todo puede suceder en el mundo de los viajes y seguramente nos reencontremos en Argentina cuando ellos recorran Sudamérica en 2016. Me costó mucho dejar Kyoto. Y ahora, viendo las cosas a la distancia puedo decir que nunca imaginé todo lo que podía pasar por sacarnos una foto en la calle.