Entonces salgo a la avenida principal, camino recto 800 metros y después de la rotonda continúo por la ruta que se abre a la derecha. Las indicaciones del conserje del hotel eran muy claras. En menos de diez minutos estaría en el lugar indicado para viajar a dedo los 210 km hasta Moynaq. Había solo un motivo para desafiar el intenso calor del mediodía uzbeko: llegar al mar Aral o en realidad a lo que queda de él. Para lo que no estaba preparado era para las esperas que iba a tener en el camino. Por alguna extraña razón dejar la ciudad de Nukus, en donde me encontraba, fue mucho más difícil de lo esperado. Si bien los uzbekos se caracterizan por ser muy hospitalarios, en esta parte de la Región Autónoma de Karakalpakstán, como así se la llama, los códigos para viajar a dedo parecían que habían cambiado.
Después de subirme a varios autos particulares, dos camiones y algunos taxis que accedieron a llevarme llegué a destino. Si hay algún sinónimo que pueda compararse con soledad, polvo, árido, triste, lejano, ese es el pueblo de Moynaq. Cuando pregunté donde estaban los barcos abandonados nadie parecía saber a lo que me refería. Es como si les fuera indiferente una situación de la cual forman parte. Del pasado, presente y futuro. Cuando el gobierno decidió 40 años atrás desviar las aguas del mar Aral para regar los campos de algodón iniciaron un desastre natural sin precedentes. Cuando quisieron darse cuenta ya era demasiado tarde. Pero lo más triste es que los mayores ingresos económicos de la nueva industria se lo llevan los chinos y el gobierno local. A los pobres trabajadores uzbekos les llegan las sobras. Mi ruso es escaso y como nadie lograba entenderme me acerqué a un policía que descansaba debajo de la sombra de un árbol. Le pedí una lapicera y en mi mano dibujé tres barcos.
Si hay alguien que puede interpretar ese mamarracho seguro será un niño. Cuando vi a dos chicos que andaban en bicicleta les hice señas para que se acercaran. Ni bien les mostré el dibujo no dudaron en señalarle la dirección. El camino se hacía angosto, por momentos de tierra y por momentos asfaltado lleno de pozos. Desde un viejo monumento se observaban varios barcos oxidados sobre la arena. Todos miraban hacia el mar como si buscaran alguna explicación. ¿Quién los había dejado ahí? ¿Por qué ya no estaba navegando? ¿Quién habría sido su dueño? ¿Viviría todavía en Monyaq?
Fue inevitable bajar hasta allá y caminar entre los pastizales. Uno de los barcos tenía una escalera desde donde subí y me paré en la popa para mirar con tristeza los cientos de kilómetros de desierto. Me quedé pensando como habría sido este lugar lleno de vida años atrás. Y recordé que en algún libro de geografía escolar el mar Aral lucía con aguas azules. Hoy es un pueblo de pescadores frustrados. Tal vez la imagen más triste de esta parte de Asia Central. No luce reluciente como las mezquitas de Samarcanda, los minaretes de Khiva o las madrasas de Bukhara. Pero sin lugar a dudas es parte de su historia.