Por alguna extraña razón cuando estuve hace 17 años en Perú no me enteré de su existencia. Tal vez estaba demasiado preocupado por el trekking de cuatro días a Machu Picchu o simplemente fue distracción. Pero ni bien supe de su ubicación prometí ir a verlas si regresaba a este país.
– Disculpe, le dije al conductor. ¿Me podría avisar cuando llegamos al cruce?
– Si, faltan unos tres kilómetros.
Conmigo se bajaron un par de extranjeros. Supongo que eran de Inglaterra, por ese acento suave y melódico que arrastran al hablar.
– ¿Van a las salineras? Les pregunté por si se querían sumar.
– No, pero desde el pueblo podes ir caminando entre las montañas.
Me encantó la idea! Entonces compartí un taxi desde el cruce con gente local y después de unos minutos llegamos a un pueblo formado por unas cinco o seis cuadras. Compré unos caramelos de coca, un poco de agua y seguí las indicaciones de Ernesto, el simpático vendedor que sugirió que me apurara si no quería que la tormenta frustrara la caminata. Ni bien dejé el pueblo de Maras el angosto camino de tierra comenzó a descender en línea recta. Cada tanto aparecían curvas donde el paisaje se abría con generosidad.
Es increíble como la mente puede hacer asociaciones a pesar de la distancia y el tiempo. Tuve la sensación de estar caminando por Kirguistán, por aquel destino en el que había estado un año atrás. Es que el paisaje era casi igual! A lo lejos inmensas montañas, picos nevados y una sabana que sobresalía por sus colores verdes y amarillos. Entendí en donde estaba cuando tres burros se cruzaron en el camino y más tarde apareció una campesina con su tradicional sombrero. No había familias nómadas como las que me había encontrado en Asia, pero sus perros la seguían fiel a su lado.
Intercambiamos sonrisas y después de tomarle algunas fotos continué. Cada tanto miraba hacia atrás donde las nubes negras y espesas me seguían de cerca. Si bien la altitud no es tan alta como en otros lados de Perú o Bolivia, sentía el cansancio en las piernas. Creo que todavía no me adapté del todo.
Avancé los últimos 800 metros hasta llegar al mirador. ¡Y allá estaban! Las salineras de Maras jugando a las escondidas entre medio de las montañas, como si quisieran guardar algún secreto. Durante el mes de marzo la producción de sal se detiene y los pocos trabajadores que quedan se dedican a reparar los pozos. Pero así y todo el lugar es impactante.
Cuando descendí me acerqué a uno de los trabajadores y tuvimos la siguiente charla.
– Hola ¿Vos trabajás acá desde hace mucho tiempo?
– Sí, me respondió con un gesto como invitándome a sentarme a su lado.
– Y… ¿Cuántas personas se ocupan de las salinas?
– En realidad son unas 420 familias. Cada una tiene un pozo donde producen la sal y después la vendemos a los pueblos de los alrededores y otras empresas.
Al lado de Tomás estaba Cosme y Francisco, otros trabajadores muy ocupados con sus celulares sin entrar en la conversación.
– Tenés que venir en mayo, es ahí cuando los pozos están llenos de sal cristalizada y todo se ve blanco!
Sabía de lo que me hablaba, porque esa era la imagen que tenía de las salineras, pero bueno, no siempre se puede elegir el momento perfecto. Especialmente si uno está de viaje por varios meses. Cosme dejó de mandar mensajes (supongo que serían para su novia porque sus amigos lo cargaban) y se ofreció a ser el fotógrafo del momento. Me senté junto a los trabajadores y experimenté lo divertido que es que te tomen fotos mientras te dan indicaciones. Sus manos estaban curtidas y maltratadas por el sol, el calor pero especialmente por la sal. Eso lo pude sentir cuando nos despedimos con un fuerte saludo.
Y cómo salí de allí, te preguntarás. Para responderte primero voy a retroceder en el tiempo unas dos horas. Antes de encontrarme con estos tres trabajadores había conocido a Ana, la vendedora de tickets para ingresar a las salineras. Podría haber pagado los 10 soles correspondientes, recibir el boleto y decirle chau, gracias. Pero algo me había llamado su atención y me quedé conversando un rato largo. Le conté que venía viajando desde El Salvador, que soy argentino y que estaba feliz por visitar Perú otra vez.
– ¿Estás cansando?, me preguntó mientras me secaba la transpiración de la frente.
– Sí, es que vine caminando por las montañas desde el pueblo Maras.
– Ah, nada de bus! Me respondió.
Entonces (y eso fue lo que más me gustó) casi como en susurros me dijo. A mitad de las salineras hay una cinta roja de plástico. La mayoría de los turistas no la pasan porque es una zona de reparación, pero si seguís por el camino blanco que deja la sal de los pozos vas a llegar a una casa con techo de metal. Detrás de ella sale un camino que te llevará al pueblo de Tumupa. Cruzá el puente colgante y más adelante está la pista (ruta) que te lleva a Urubamba. Ahí te podes tomar el bus de regreso a Cusco. Acordate, tenes que tomar el camino blanco.
Mi ojos se iluminaron y creo que ella se dio cuenta. Tenía la fórmula perfecta para no desandar el camino cuesta arriba hacia Maras. Cuando pasé la cinta roja me sentí como un niño que está haciendo una travesura a escondidas de todos. El camino se hizo angosto donde las salinas descendían en picada. ¿El paisaje? Surrealista! Me detuve a tomar agua y me acerqué al borde de uno de los pozos. Allá abajo, pero bieeeen abajo, se veían varios pozos más. Pensé entonces en esas familias y en la poca suerte que deben haber tenido cuando se repartieron las zonas de trabajo. El trayecto que fácilmente se puede hacer en una hora, a mí me llevó el doble. Por la sencilla razón que me pongo a conversar con todos los que me cruzo. Antes de llegar al río y cruzar el puente apareció un niño. Venía saltando y su alegría se notaba a la distancia. En su mano traía una caja vieja de cartón donde en el algún momento alguien compró un DVD.
– Hola, que llevás ahí adentro le pregunté como si lo conociera.
– Tengo un barrilete y es de color rojo.
– Ah, que bueno. ¿Y lo vas a remontar ahora?
– Levantó su brazo y señaló el cielo con sus deditos. Esas nubes negras seguían ahí! Había esquivado a la lluvia durante toda la caminata pero según él faltaba muy poco para que el agua comenzara a correr. Ni bien me lo enseñó lo guardó como si fuera un tesoro.
Alguien gritó Cosme desde un rancho de adobe y él salió disparado como si llegara tarde a un lugar. Esquivé unas cabras, varios perros que parecían mudos (me resultó raro que ninguno le ladrara a este extraño barbudo) y llegué a la pista. El bus a Urubamba llegó justo a tiempo. Ni bien me senté al lado de una señorita que amamantaba a su hijo, el cielo se abrió y descargó toda el agua contenida.
Cuando el bus llegó a la calle Pavitos me di cuenta que estábamos cerca de la terminal. Cusco es hermosa. Sus calles adoquinadas, sus casas coloniales, sus iglesias, etc, pero estar otra vez en una ciudad, con autos, semáforos y negocios de comida gourmet, me hizo comprender que había estado en un lugar especial. Durante varios días me sentí como hechizado por las salinas de Maras. Tal vez los psicólogos le llamen a eso “felicidad”.