Escribo este post desde la incertidumbre. Dicen los que estuvieron hace mucho tiempo por acá, que todo cambió. No importa si fue lentamente o muy rápido. Pero ya no es lo mismo. Me refiero a las Islas Flotantes de los Uros ubicadas a unos 20 minutos en lancha desde Puno. Si hubiera venido aquella vez que recorría Sudamérica con mi hermano hoy podría hacer la comparación. Pero como no lo fue tendré que quedarme con lo que mis ojos vean ahora. En realidad Uros no es una sola isla sino que son un grupo de 85 donde cada familia se ocupa de mantener la suya.
Me sorprendo cuando Miguel, el guía del grupo nos dice que esos juncos que abundan en el Lago Titicaca se llaman totora y son lo mismos que hay en Egipto, salvo que allá se denominan papiro. Si bien visitaremos otra isla importante llamada Taquile en este post me interesa compartir más la experiencia cuando visitamos la isla flotante.
Muchos años atrás cuando el turismo no estaba tan difundido por esta zona de Perú los Uros acostumbraban a vivir lejos de la costa. Y es acá donde todo empezó a cambiar. Algunos dicen que para bien y otros para mal. Lo que todavía no me queda claro que significa progreso para una comunidad y si eso le quita autenticidad. El ejemplo más claro está en los 6 paneles solares que veo en una isla tan pequeña que en menos de dos minutos ya se puede recorrer. Entonces me acuerdo de los nómadas mongoles o kirguís que vi en Asia en 2015 donde también tenían paneles solares y celular en mano.
Después haber sido recibidos por la comunidad (un grupo de unas 8 personas), Félix nos invita a pasar a su casa. De la mano le acompaña su hija que ya aprendió a dar sus primeros pasos en esta tierra flotante. Su casa consiste en dos camas enfrentadas y nada más. Afuera está la cocina armada con leños. Entonces se me viene a la mente las palabras de aquel viajero que dijo: tienen menos porque tener más sería hundirse. ¿Será así?
Cada paso que doy es como si caminara en una cama gigante de agua. A mí lado hay una anciana de unos 80 años. Teje ausente a todo visitante y sus manos arrugadas no se despegan un segundo de sus agujas. Más tarde el guía nos propone hacer un viaje en sus famosas barcas de totora. El viaje es corto y cuesta unos 10 soles (menos de 3 dólares). Todos aceptamos subirnos y somos consientes que es una de las maneras de ayudarlos.
Cuando volví al hostel y me puse a descargar las fotos no podía dejar de pensar en ellos y me hice un par de preguntas. ¿Cuántas veces el turismo puede perjudicar a una comunidad? ¿Acaso no es una necesidad mutua? Nosotros la de ir allá para conocer como viven y la de ellos recibir algo a cambio. ¿Cómo sería ver una comunidad de Uros auténtica? Realmente no lo se. Y volví a acordarme de Mongolia, de su desierto inmenso y de sus yurtas esparcidas como puntos infinitos en la arena. En ese caso me negué a pagar un tour de varios días y viajé por cuenta propia atravesando Gobi mientras hacía dedo. No fue un viaje fácil y en algunos casos esperé más de 25 horas en medio de la nada por un camión que me levantara. Pero aquí, en el Lago Titicaca esa opción no estaba y por más que no hubiera contratado un tour, los pescadores del muelle cobran por llevarte hasta algunas de sus islas flotantes.
Cerré la compu y vi las fotos por última vez. Sus vestidos coloridos sobresalían entre esos juncos monocromáticos. Antes de irme a dormir me hice otra pregunta. Si a todos los que vivimos en una ciudad nos gusta progresar y vivir mejor… ¿Por qué ellos no pueden hacerlo?