Cuando empecé el viaje en enero de 2015 tuve situaciones donde me sentí extraño. Tal vez fue cuando llegué a Malasia para recorrer Asia durante muchos meses, cuando estuve solo por Mongolia esperando más de 20 horas en el desierto por un camión, cuando vi los templos de Bagán en Birmania al amanecer, cuando llegué a la ordenada y limpia ciudad de Tokyo o cuando los conductores en Uzbekistán paraban en los mercados, me compraban melones y continuábamos viaje. Me di cuenta que todas esas situaciones tuvieron que ver más que nada con los encuentros. Encuentros con playas que parecen irreales de lo perfectas que son. Encuentros con avenidas lujosas, con aldeas perdidas en medio de montañas con familias nómadas, con la arquitectura de las mezquitas, con personas que se convierten en amigos en pocos días o inclusive, encuentros con idiomas que desconocía por completo.

Malasia

Recorriendo las calles de Putrajaya a unos 13 km de Kuala Lumpur donde comencé el viaje en enero de 2015

japon

En Kyoto, Japón

Bagan

Viendo el amanecer en los templos de Bagán, Birmania

Gobi, Mongolia

Viajando a dedo por el desierto de Mongolia

Pero jamás pensé que dejar Asia para empezar a recorrer Europa me iba a costar tanto. A diferencia de los encuentros, la despedida también era una sensación extraña. Me había propuesto recorrer a dedo desde Kuala Lumpur hasta Samarcanda, ubicada en el corazón de Asia Central en un viaje de casi 20.000 km atravesando más de 15 países. Si bien intenté a forma de ejercicio personal desnaturalizar el hecho de ir cruzando fronteras hubo momentos en que no lo logré. Y tardaba en reaccionar que no era común un día estar navegando el río Mekong en Laos, tres semanas después estar caminando por el palacio de Potala en Tíbet o acampar en Tajikistán con las montañas de Afganistán en frente.

Laos

Navegando el río Mekong hacia Luang Prabang

Lhasa

En el palacio de Potala, Tíbet

Pamir, Tajikistán

Recorriendo Pamir, Tajikistán

El sol se iba escondiendo detrás de la madrasa Abdul Aziz Khan y la textura de su cúpula cambiaba de tonalidad. En su enorme puerta unos chicos jugaban al fútbol mientras un grupo de turistas tomaba fotografías. Había silencio, pero me sentía aturdido. Reaccioné cuando la señora del bar trajo el te. Tenía una vista privilegiada de Bukhara desde la terraza. Dicen que desde arriba las cosas tienen otra dimensión y se pueden apreciar en su totalidad. Creo que es cierto. Cuando el cielo se había cubierto de estrellas me di cuenta que hacía bastante tiempo que seguía en el mismo lugar. No se si habían pasado dos o tres horas. Tal vez más, pero no quería irme de ahí porque ese cielo, esa terraza, esa madrasa ahora iluminada, era parte de Asia y de alguna manera se había convertido en mi nueva zona de confort. Estaba en el final de este recorrido envuelto entre la melancolía y la emoción. Miraba atrás y me parecía mentira haber sido el protagonista después de recorrer tantos lugares.

Bukhara, Uzbekistán

Bukhara y la última parada de este gran viaje a dedo por Asia antes de cruzar a Europa.

Cuando el taxista vino a buscarme a las tres de la madrugada al hotel ya estaba despierto desde hacía un rato. Tal vez entendió que no tenía apuro en viajar los 6 km que hay hasta el aeropuerto como queriendo evitar una despedida fugaz. La ciudad de Bukhara dormía por completo y creo que partir de noche fue lo mejor. De haber sido de día seguro hubiera ido corriendo a abrazar a esas tremendas mezquitas y minaretes y por nada del mundo las hubiera soltado.

El viaje en avión duró menos de cuatros horas. Mientras miraba pasar las nubes por la ventana pensaba en las distintas formas que tenemos de viajar. Lo que dura este viaje es el tiempo que uno necesita para recorrer a dedo apenas 200 km. Cuando reaccioné ya habíamos atravesado el resto de Uzbekistán, el desierto de Kazajistán y el sur de Rusia. Moscú me recibió con viento fresco, ojos azules por las calles y el moderno tren Aero-Express para llegar al centro de la ciudad. Intenté aferrarme a algo conocido para que el cambio, esto que a veces nos cuesta tanto a pesar de desearlo, no fuera tan abrupto. Y ahí estaban tan simpáticas como siempre. Mis aliadas letras cirílicas que en tantas ciudades había visto anteriormente por Asia Central e inclusive por Mongolia. A medida que fui llegando al centro de Moscú esa sensación extraña se transformó en deseo. Había un nuevo encuentro, de esos lindos. Era momento de compartir con amigos argentinos algunos días en la capital de Rusia.

Moscú

Feliz de encontrarme con amigos argentinos en Moscú

Moscu, Rusia

Una postal de Moscú que tomé desde uno de los puentes que cruza el río principal