Me costó salir de nuevo a la ruta. En realidad, no tenía muchas ganas de viajar y creo que la comodidad de estar en una casa y en familia fueron los motivos principales. Estaba tan contento visitando a mis primos en Valencia, España que no tenía la necesidad de estar en movimiento otra vez.
Sin embargo, pedalear hacia Portugal, destino que se convertiría en el país 105 de esta vuelta al mundo resultaba atractivo. Todas las personas con las que me había cruzado al inicio del viaje (Estonia-Sudáfrica) me había hablado muy bien de este lugar. Su gente encantadora, sus bellos paisajes y su comida, tres combinaciones perfectas.
Partí desde Castilla La Mancha, donde había dejado la bicicleta con el equipaje con una promesa: no pedalear más de 60 kilómetros por día. Durante 2019 y parte de 2020 acostumbraba a recorrer el doble de esa distancia, pero ahora necesitaba ir más lento todavía. El primer día avancé tan solo 30 kilómetros, acampé debajo de unos almendros a la luz de la luna. Aunque había trazado una línea casi directa hacia Figueira da Foz, en la costa portuguesa, muchas veces me salía del camino para acercarme a pequeñas localidades siguiendo las recomendaciones de los lugareños.
El calor agobiante de Extremadura me hizo recordar a aquellos días pedaleando por África, aunque estos 42 grados eran mucho más tranquilos que los anteriores. Acá no había gente persiguiéndote, no había burocracia, visados que sacar y lo mejor es que siempre pude encontrar un río, un lago o embalse con agua fresca para nadar un rato.
Un panadero español me aconsejó cruzar la frontera por Cilleros y desde ahí podría alcanzar Monsanto, un pueblo diminuto construido sobre las piedras en lo alto de la colina. Una vez en Portugal encontré pueblitos dignos de una película. En mi memoria me quedaron grabados Bemposta, Medelin, Silvares, Fajao, y la geografía impactante de Pampilhosa da Serra.
A medida que avanzaba las subidas eran más duras, pero gracias a eso el aire fresco de las montañas daban un poco de respiro a los calurosos días de verano. Mi espíritu aventurero me llevó a meterme en caminos rurales por Gois, Colmeal, Vidual hasta alcanzar después de dos semanas la relajada Praia da Quiaios.
Este lugar no sería lo mismo sin Víctor, un portugués que había conocido en Sáhara Occidental cuando me rompí los ligamentos del pie. Fue él quien me llevó al Hospital Militar de Dakhla, me ayudó a conseguir hielo y medicamentos. Al despedirnos le prometí que algún día iría a visitarlo sin la certeza de que fuera tan rápido. Tan solo siete meses más tarde nos volvíamos a reencontrar.
Es mediados de julio, la temperatura en esta zona raramente supera los 28 grados y la Praia da Quiaios es tan tranquila que cuesta irse de este lugar. Pensé que me quedaría dos o tres días, pero ya va más de una semana.
Sin lugar a dudas encontré el balance ideal entre pedalear y disfrutar porque viajar no solo es estar sentado en el sillín todo el tiempo. También debe haber espacio para los amigos, los encuentros, una siesta debajo de la sombra de un árbol, refrescarse en un arroyo o simplemente apreciar el cielo lleno de estrellas. Y en eso estoy, sentado en la arena viendo las olas que van y vienen…