El puente dejó atrás al pueblito de Monçao, Portugal y tan solo atravesar el río Miño me encontraba nuevamente en España, precisamente en Galicia.
Había perdido la cuenta de las veces que me hablaron de estas tierras, de la hospitalidad de su gente, de su comida, de sus increíbles paisajes… y ahora que estaba acá con la bicicleta estaba listo para comprobarlo en primera persona.
Continué pedaleando paralelo al río Tea acompañado por el ruido del agua entre las rocas, túneles formados por árboles frondosos y playas fluviales.
–¿Tiene un poco de agua?, pregunté a la primera familia gallega que encontré haciendo un picnic en unos bancos de piedra. Pero me sorprendió su pregunta.
–¿Almorzaste?, dijo Celia con voz de madre.
A los pocos minutos estaba sentado con ellos comiendo tortilla con chorizo, torta de cumpleaños y tomando cerveza fría. Así de simples y hospitalarios son en Galicia.
Pero la magia de esta gente fuera de lo común continuó durante los próximos días. Necesitaba hacer un descanso frente al mar y entonces me dejé llevar otra vez por mi intuición, esa herramienta fundamental en la que todo viajero debe confiar. Nadie me había mencionado la Isla de Arosa ni su parque nacional, y ahí fue donde puse mi atención. A veces me pregunto si el destino, la suerte, el universo se dan la mano demasiado seguido, porque cuesta creer que ocurran hechos extraordinarios, sí, que salen de lo ordinario, de lo común.
La tarde calurosa empezaba a terminar y el viento suave acompañaba a los últimos turistas que quedaban en una de las tantas playitas que tiene Arosa. Elegí la que estaba más alejada de la ciudad por dos razones: una para acampar más tranquilo y otra para estar más en contacto con la naturaleza…
Cuando el sol entraba de lleno al horizonte apareció Flor y Armando, una simpática pareja lugareña que también andaba en bicicleta. Cuesta creer como la gente confía tan rápido en un extraño y sin saber prácticamente quién sos te invita a dormir a su casa. Y así fue, me “adoptaron”, pero además me invitaron a comer, a navegar en kayak y a conocer el Areoso, un islote de arena blanca y fina, rodeada por agua turquesa y distintas tonalidades de verdes, en compañía de aves que anidan en el poco espacio que hay.
Despedirse de gente así me cuesta mucho, porque no es el tiempo compartido, sino la calidad de ese tiempo vivido.
Algo parecido había pasado cerca de Fozara. Cuando fui a pagar el almuerzo un señor de unos setenta años me avisó que él se encargaba de la cuenta. Tan solo habíamos cruzado un par de palabras y todo lo que sabía era que había trabajado pintando la torre Eiffel, que tenía una prima en Buenos Aires y que le gustaba el licor de hierbas. Más tarde llegó su sobrino quien se encargó del resto de las invitaciones gastronómicas. La parada que iba a durar unos 20 minutos duró cuatro horas.
Sin embargo, hubo un encuentro aún más inesperado que fue el que me terminó de llenar de felicidad. Fabián, aquél artesano argentino que había conocido en Letonia, le escribió a Manu para que me recibiera cerca de Santiago de Compostela. Junto a Mita coordinan las actividades de quietud.org y su corazón y energía es tan poderoso que enseguida estábamos a los abrazos. Su casa está ubicada en lo alto de una colina desde donde se tienen unas vistas difíciles de describir en palabras, incluso en fotografías. Gracias a su generosidad y cariño me llevaron a conocer rincones especiales, de esos donde el turista común nunca llega. Juntos visitamos las Dunas de Corrubedo y su faro, Riveira, playas ocultas llenas de piedras gigantes, la aldea de Ponte Maceira y varios miradores interesantes.
Ahora estoy camino a Asturias, pero Galicia es y será una tierra con gente fuera de lo común.
Gracias Albergue Turístico La Credencial por recibirme en esta vuelta al mundo cuando vine a conocer el casco antiguo de Santiago de Compostela.