Sonó el despertador. Eran las 3 de la madrugada y me sentía desorientado. Tal vez el olor de la humedad que venía del techo o el sonido constante del goteo de la canilla del baño me recordaron que estaba en Mwanza, una pequeña ciudad de Tanzania a orillas del Lago Victoria, a la que había llegado unos días atrás. Cuando abrí los ojos y vi la mochila preparada en un rincón comprendí que tenía que ir hasta el puerto para tomar un barco. Un trayecto bastante largo que me llevaría hasta Uganda.
Cuando bajé a la recepción busqué al encargado, pero parecía jugar a las escondidas porque no aparecía por ningún lado. La puerta de salida estaba con llave y por más que la empujé durante un buen rato, nunca se abrió. Entonces trepé por la pared del jardín, arrojé la mochila y salí a la calle.
El taxista que había contratado jamás apareció y en cuestión de minutos me encontré en una situación totalmente inesperada. Solo, en una calle a oscuras, con un pasaje a Uganda y sin la más mínima idea de cómo llegar al puerto. Hacía media hora que estaba sentado arriba de un cajón de madera tratando de encontrar una solución cuando un auto me encandiló con sus faros. Instintivamente le hice señas para que se detuviera. Frenó, abrí la puerta, tiré la mochila y sin pronunciar palabra le mostré el pasaje.
Adentro la oscuridad era casi absoluta si no fuera porque el conductor daba pitadas frenéticas a su cigarrillo. Después de unos minutos de viaje, empecé a darme cuenta que estaba en un camino totalmente desconocido. Entonces comencé a experimentar algo que nunca me había pasado en tantos años de viaje: me sentía raro, inseguro. Tenía miedo!
Intenté mantener la calma mientras el auto seguía avanzando a paso firme en un camino lleno de posos. ¿ Y Si me tiro del auto? ¿Hasta dónde podré llegar? ¿Salgo a correr por ahí? ¿Y si es un secuestro? Seguí observando el panorama y con voz firme (eso creo que hice) le volví a indicar que iba al puerto. Tal vez era sordo, porque no obtuve ninguna respuesta, nada que indicara que me había escuchado. En esa época profesaba el catolicismo al igual que los ugandeses y vi como única salida recurrir a un par de rezos inconclusos. Empezaba una oración y antes de terminarla volvía a empezar con otra.
Entonces decidí entregarme a la situación y esperar a que suceda, tal vez lo peor. En una curva el conductor detuvo la marcha, giró su cuerpo hacia mi asiento y balbuceando unas palabras que jamás entendí abrió la puerta. Cuando se bajó del auto mis latidos eran tan fuertes que sentía que iba a explotar en mil pedazos. Caminó hasta el baúl y comenzó a buscar algo. Se lo notaba molesto y no paraba de maldecir. Empecé a sudar como si estuviera corriendo en el desierto con 40º de calor, tenía la remera y el pelo mojado. Eran las cuatro de la mañana, estaba solo con un extraño en un auto que había parado hacía unos instantes y todavía faltaba un rato largo para que amaneciera.
Cerró la puerta del baúl con tanta fuerza como si quisiera despertar hasta el último masai de toda Tanzania. Sentí sus pasos volver y preferí cerrar los ojos temiendo un final anticipado a mis días de viaje. Por el espejo delantero pude observar como bebía lentamente una botella entera de alcohol. Antes de que se durmiera (o perdiera la conciencia) le indique tímidamente si podíamos avanzar por el camino.
Encendió el auto y aceleró hasta la última línea de árboles. De pronto pude sentir las ruedas en el asfalto y tuve un poco de esperanza. A lo lejos se escuchó la sirena de un barco de carga indicando que estaba en el lugar correcto. Más tarde, conversando con los compañeros del camarote me enteré que debido a la intensa lluvia de aquella noche la ruta principal estaba cortada. A veces, cuando me preguntan si tuve miedo en algún viaje digo que sí, y cuento esta anécdota, pero me siento en falta por haber desconfiado de este conductor. Si querés leer más historias de África podes entrar a este link y descubrir cuales fueron las primeras impresiones cuando llegué a Marruecos