Aviiiisa, aviiiisa!!! Repetía una y otra vez el ayudante del conductor. Pero sus palabras corrían tan rápido como el bus 129 con destino a Suchitoto. Si no fuera por nuestro compañero de asiento creíamos que decía: Besa, besa…!!
Viajar en ruta (acá a los buses se les dice así) es toda una experiencia, tal vez más intensa que moverse haciendo dedo. Cuando están llenos la gente entra por la puerta trasera y ya no importa si se paga o no el pasaje, la cuestión es subir como sea. De esta experiencia de viajar desde San Salvador al diminuto pueblo de Suchitoto, que queda a 48 km, llegamos a la conclusión que los salvadoreños son entre muchas cosas, súper hospitalarios, no se enojan aunque viajen apretados como chanchos, con calor y si alguien sube con un bolso y no hay lugar donde ubicarlo, los que están sentados se lo llevan. Al principio nos costó entender que nos quieran agarrar las mochilas de mano, pero después se convirtió en un ida y vuelta y terminamos con bolsas de frutas y carteras sobre nuestras rodillas.
Después de dos horas llegamos a Suchi, como le dice la mayoría y por momentos pensé que habíamos aterrizado en un ashram de la India. No había feria, no había música a todo volumen, no había desfile de reinas como en los pueblos de la Ruta de las Flores. Era la tarde de un lunes y eso marcaba la diferencia.
Levanté los ojos y ahí estaba Santa Lucía, blanca, enorme e impecable. Una iglesia colonial que fue construida en 1853 y acompaña a los pocos puestos de comida que hay en la plaza. Después de un rato largo de ver como se ponía el sol a sus espaldas, decidí caminar sin rumbo por las calles empedradas. Esta vez un poco más atento para no pisar ningún pozo y salir volando como me pasó en Concepción de Ataco (si querés leer esta historia podes entrar en este link:
https://unviajerocurioso.com/2015/11/30/la-ruta-de-las-flores-un-clasico-de-el-salvador/
Me detuve en una esquina. En realidad no había nada especial pero tenía la necesidad de observar con calma como se iban apagando las luces de este pueblo. El único ruido que se escuchaba era el de unos chicos jugando al fútbol. La pelota pegó en el palo y rodó hasta mis pies. Ey, Don, ¿Quiere venir a jugar con nosotros? Nos falta un jugador, gritó un chico de unos 9 años desde lo lejos. Me moría de ganas de aceptar el desafío pero a cambio de sumarme al partido le propuse tirarle unos penales. Rápidamente, el que parecía ser el jefecito del grupo, tomó la pelota la ubicó donde quiso y se puse de arquero. Guardé la cámara y antes de patear le pregunté: ¿Cómo te llamás? Soy Neymar! Todos sus compañeros comenzaron a reírse. Entonces me vi niño otra vez y me encontré con esa inocencia que uno tiene cuando tiene esa edad y se pone nombre de ídolos como para estar de alguna manera más cerca de ellos. Tomé carrera (mejor dicho caminé entre los adoquines irregulares) y patee con la zurda tirándola bastante lejos de mi objetivo. Después vino la foto obligada con Neymar y todo su equipo. Nadie quiso quedarse afuera cuando se enteraron que era de Argentina. Alguien gritó que estaba la cena lista y todos salieron corriendo. Volví al hotel en completa soledad cuando los chuchos aguacateros (perros en busca de comida) también habían desaparecido.