escribiendo un libro

Fotos del mundo por Esteban Mazzoncini

Hace poco, viajando en subte por Buenos Aires, intentaba repasar los capítulos escritos del libro antes de comenzar con el diseño y la impresión. Me distraje cuando un pasajero de rasgos asiáticos entró a mi vagón. Su presencia hizo que empezara a recordar personas, instantes, situaciones y cientos de imágenes se hicieron presentes. Me transporté a la casa de Kaul, un pintor hindú que me enseñó a ser paciente en Jaisalmer en una situación complicada, sentí los dulces besos de Mary, mi compañera de aventuras en Katmandú, Nepal, a escondidas en un templo, al chofer de bus en Mónaco, cuando me pagó el viaje el día que llegué a la ciudad y no tenía dinero en efectivo, a la pareja que me compró comida viajando en tren a Praga, República Checa, a Daniela y Gustavo, una pareja de uruguayos que me prestaron su bicicleta para recorrer Helsinki, Finlandia, al pescador que cocinó trucha fresca para mi hermano, Gabriel (un suizo) y yo, en el Lago Titicaca, Bolivia, a las charlas desprendidas con Ema, la dueña de unos pasteles deliciosos en un barcito de Cartagena, a Fred, un marinero borracho que me llevó en su embarcación desde Honduras hasta Belice, con una prostituta a escondidas.

Las imágenes eran tantas que me costaba procesarlas. Me sentía en una especie de cápsula en el pasado y aislado de toda realidad. Yo estaba viajando (en subte) dentro de otro viaje. Así recordé a Charly y Carolina, con quienes forjé un hermoso vínculo compartiendo días de playas por Tailandia y al llegar a Buenos Aires continuaríamos con esa amistad, a la farmacéutica que me atendió en New York cuando me agarré pulgas a las tres de la madrugada, a Emiliano, un brasileño de Recife, que me enseñó a usar Couchsurfing en Damasco, Siria, en tiempos de paz, a mi primo Carlos, cuando me hospedó dos meses en su casa de Miami, al fotógrafo afgano de “Aina Photo”, una fundación de National Geographic, que me permitió ser su compañero de notas por Kabul, a Rafael, por mostrarme la noche cultural en Lapa, Río de Janeiro, a Carlos, cuando me dio un paseo en su auto deportivo por Medellín. ¿En un auto deportivo? ¿Eso fue real o lo soñé? ¿En cuántos medios de transporte había viajado en todo este tiempo? Llegué a la conclusión que en los más variados: andando a camello, en moto, en veleros, en avionetas, arriba de tractores o autos destartalados, en camiones con animales, subtes de primera generación, botes de maderas,  balsas, en elefantes o en globo aerostático. La lista continúa…

Repasaba mis recuerdos uniendo continentes, yendo de un pueblo a una ciudad cosmopolita, o de un refugio de montaña a una isla perdida en el mar. Entonces vi con claridad a Anna y Rolly, cuando llegaron desde Micronesia para hospedarse en mi casa por primera vez, al matrimonio (que nunca supe sus nombres) cuando me levantaron en la ruta del desierto de Judea, Israel, con casi 40º de calor, al campesino cubano de Viñales, cuando me permitió refugiarme en la galería de su casa bajo una lluvia torrencial o a Alejandro, por recibirme en Valencia, España, cuando me iniciaba en mis viajes y para mí, el mundo, no era más que una gran ventana abierta (para siempre)

Volví a la realidad cuando la marea de gente comenzó a empujarme para descender en la estación terminal. Como en una película proyectada a máxima velocidad (pero al revés) había viajado en el tiempo, incluso, había traído recuerdos a mi mente que creía tener olvidados. Al pasajero chino, supongo que era de allá, lo fui perdiendo de vista lentamente mientras cruzaba la avenida. A mis recuerdos viajeros también.