Dejé Marruecos en puntas de pie para no despertar a Joaquín y Luis, dos jóvenes españoles que había conocido en mis últimos días por Casablanca. A oscuras, cerré la puerta de la habitación del hostel y partí en busca de un taxi. Nunca me costó tanto dejar un destino como este. Tal vez, porque me enamoré de sus medinas descascaradas, pero auténticas, sin una procesión anticipada de turistas que llegan a las apuradas y se van antes de que los últimos rayos de sol jueguen a las escondidas. Tal vez porque el sabor del tajín con calamares servido en el bar de Essaouira, todavía es saboreado en mi paladar. O, tal vez la razón fuera Omar, aquel conductor cómplice de mis aventuras por rutas de geografía difícil que perseguía una tarde desde el sur, y me dejó en la entrada de Marrakech. Lo cierto es que para volver a Buenos Aires primero tuve que volar a Roma. Tomé conciencia de todo lo que había vivido cuando el piloto nombró de memoria los lugares por los que pasaríamos antes de llegar a Italia.
Él, como todos los pasajeros que iban en ese avión desconocían mi estado de felicidad con un cierto grado de nostalgia. Marruecos no fue un viaje más. Entre camellos, vendedores de alfombras y paisajes surrealistas, en diciembre de 2013, cumplí veinte años como escritor, fotógrafo y viajero curioso. Cuando la azafata me preguntó si quería tomar algo, volví a la realidad. Me di cuenta que mi mente estaba inmersa en vivencias mágicas, conmovedoras e irrepetibles. Una de esas fue cuando decidí caminar los seis kilómetros que hay desde Ait Benhaddou hasta el pueblito de Temmdakhte. Esa mañana, el viento de frente, soplaba tan fuerte como la soledad. Me costaba caminar, pero el deseo de llegar hasta su kasbah, la real, no las que fueron maquilladas para películas de Hollywood, me seducía para avanzar en el camino. A mitad de viaje pasó un auto a toda velocidad sumando más polvo al que traía mi ropa. Cuando llegué, pensé que había alcanzado un lugar abandonado. Ni siquiera estaba el típico perro que sale a ladrar ante el desconocido, o el infaltable anciano, mirando como corren sus últimos días sentado en la puerta de su casa.
Apoyé mi mano en la puerta de la kasbah y mientras se abría, mis ojos eran testigo de el tiempo pasado. Sentía transportarme como en el libro Las Crónicas de Narnia, hacia otro lugar. A los pocos segundos apareció una señora queriendo cobrarme una entrada. Si bien era cierto que su función era “cuidarla”, también lo era, que en ese momento no llevaba plata encima. Desde una pequeña ventana se asomó una niña, a la que no dudé en regalarle un globo. El juego, y la repentina amistad, hicieron que Fátima me dejara pasar. Con ella y sus otros hijos disfruté de algunas horas entre vasos de té, rebanadas de queso y un trozo de pan. Ante de la falta de mi árabe y de su inglés, no hubo mejor idioma que el de los signos. Después de recorrer sus patios, cuartos llenos de historia y mosaicos coloridos, me despedí de la única familia que habita ese lugar.
La señal sonora de que había que ponerse el cinturón de seguridad, me distrajo por un instante, pero no lo suficiente como para regresar a mi estado de levitación viajera. Cerré los ojos, no para dormir, sino para seguir recordando. Estábamos volando a miles de metros sobre El Magreb, la región norte de Marruecos, cuando una parte de un tema de Fito Paéz, un recuerdo desde el África… me conectó como un puente a toda velocidad con Tarek. ¿Sería posible que gracias a una solicitud de Couchsurfing (sistema de intercambio de hospedaje) me hubiera llevado a compartir un año nuevo con más de cuarenta marroquíes? En algún momento del vuelo me quedé dormido. Y fue ahí, donde los sueños se mezclaron con la realidad.