¿Quién no escuchó hablar de Marruecos? De sus mágicas dunas en el desierto del Sahara, de sus medinas y sus callejones que invitan a uno a perderse en cada rincón, de los nómadas, de que está a minutos de España tomando un ferry o de los músicos regalando notas y acordes típicos en la concurrida plaza principal de Marrakech. Pero mi primera impresión no la tuve con ninguna de estas situaciones. Fue Houda, una simpática chica de Casablanca que me abrió las puertas de su casa. Con ella aprendí a comer caracoles por las nocturnas calles de su ciudad, a beber té con menta, a descubrir las primeras olas del Océano Atlántico desde este lugar del mapa y en especial, descubrí a una mujer dispuesta a romper las reglas establecidas por su sociedad. “Ese bar está lleno de hombres tomando café, pero si querés podemos entrar”, me dice en tono desafiante y segura. También me cuenta de su proyecto viajero: “Daré una vuelta por toda América Latina durante un año”. No tiene dudas en pedir una licencia en su empresa y dejar toda su “seguridad y comodidad”.

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Mezquita Hassan II en Casablanca

Mis pasos continuaron hacia el norte y fue en Asilah donde Tarek, un destacado artista de este pequeño pueblo, decidió sin dudarlo darme hospedaje durante unos días en una de sus casas. Las guías de viajes suelen recomendar a donde ir, el mejor lugar para comer, ver buenos museos, etc. Jamás te enseñarán que la hospitalidad en el mundo es tan grande que puede llevar a una persona a compartir la celebración de un año nuevo con más de sus cuarenta amigos. Con Tarek fuimos al mercado a comprar cangrejos, pescados, verduras y una cantidad de delicias que aún recuerdo. Me enseñó a cocinar con las especias locales y a disfrutar del momento como si fuera el último. Antes de despedirme de él y Lucía, su novia española, me acerqué hasta una pequeña canchita de fútbol de tierra donde jugaban varios niños. “Globos en el Camino”, uno de los proyectos solidarios que llevo por el mundo, me dio la oportunidad de regalar un poco de felicidad a cambio de nada.

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Asilah, un lugar detenido en el tiempo.

Después de hacer una breve parada en Tánger me detuve en Tetuán. Tuve una especie de flash-back cuando el simpático Abdul, me ayudó a encontrar un buen lugar para dormir. Pero más tarde no tuve más remedio que acompañarlo a su cooperativa de artesanías, telas y objetos varios. Recordando mis experiencias por Egipto, muchas años atrás, fui claro: “Vamos a mirar pero no te aseguro que compre algo. Más tarde te invito un té y a compartir una charla”, le dije para mostrar buena predisposición. Después de más de media hora de estar viendo hermosas alfombras, shilabas y más ropa, sentí que era tiempo prudencial para continuar con mi recorrido. Tenía la necesidad de fotografiar todo lo que estaba afuera en la medina. Salí de ahí con una sensación extraña. Tal vez porque el dueño del local se mostró enfadado por no haber comprado nada o tal vez porque Abdul no paraba de pedirme un par de dirhams, la moneda local, como propina. ¿Y por qué? La tarde de Tetuán por suerte me hizo un regalo. Me dio la oportunidad de conocer a Mohamed, un pescador y a su hijo, un entusiasta estudiante de abogacía. Con ellos aprendí a jugar Parchi, un tradicional pasatiempo marroquí que consta de fichas de cuatro colores, un tablero y un dado. Bastante complejo de explicar como de aprender. Entre innumerables vasos de té, churros y charlas sobre las invasiones extranjeras en Marruecos, la noche llegó sin pedir permiso.

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Por las callecitas de la medina en Tetuan.

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Vista de Tetuán y el dueño de la Cooperativa de artesanías.

Ahora me encuentro en una de las tantas paradas obligatorias que tiene Marruecos. Mencionar a Chefchaouen es en primer lugar hablar del color azul y de todas sus variedades. Es mencionar sus interminables escalones grises que suben y bajan como un laberinto. Los mismos que hicieron que me llevaran hasta las afueras de la ciudad para alcanzar una pequeña mezquita que se alza en un monte a pocos minutos de distancia. Cuando llegué a la cima, lo primero que hice fue sentarme, respirar mucho aire puro y disfrutar que por primera vez estaba en remera a pesar de estar en pleno invierno. El regreso a mi hostel se vio felizmente interrumpido cuando me curiosidad me llevó a abrir la puerta del patio de una casa y me encontré con una anciana que baldeaba el piso, otra que lavaba una par de zapatillas y dos niñas de unos quince años que mandaban mensajes por sus celulares. Ese encuentro no duró más de una hora. Pero fue tan lindo como suelen ser los encuentros casuales. Mis “amigas” me enseñaron nuevas palabras en árabe, me hicieron conocer a todas su familia por fotos, me dieron de probar pan recién horneado por su tía y hasta tuve el honor que me pidieran hacerme una foto con ellas, algo poco común para un viajero varón. Mis huellas siguen hacia el sur. Allí espero seguir encontrando más vivencias, tal vez aquellas que por ser cotidianas resulten extraordinarias.

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Vista de Chefchaouen desde la Kasbah.

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Intimidad de una familia de Chefchaouen.