Fez, la ciudad de los argentinos: Cuando atravesé la inmensa puerta azul que hace de entrada a la mezquita de Fez, me propuse dos cosas: una, encontrar el hotel que me habían recomendado sin la ayuda de ningún falso guía y en segundo lugar, encontrar viajeros divertidos con quien compartir mis días acá. Mi primer desafío resulto divertido a la vez que cansador. Entre burros, vendedores de especias, callejones sin salida y locales de artesanías, encontré mi tan ansiado Hotel Cascade, después de dar vueltas durante media hora.

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Con Globos en el Camino en Bhalil

Mi segunda propuesta fue más fácil de lo esperado. Ni bien subí las escaleras hacía mi cuarto, me crucé con Toty, una argentina que estaba de vacaciones por unos días junto a Sebastián, su novio y que viven en Barcelona hace unos años. Comenzamos la charla en la extraña terraza del hotel decorada con globos y luces de colores, estilo navideño. El horario de la cena nos invitó a continuar en uno de los tantos puestos de comida. Mientras esperábamos por nuestra harira, sopa marroquí, me contaron de su vida en España, de sus habilidades como artesanos para trabajar con la goma de autos y de la movida de las ferias de arte. Después de terminar nuestra primer plato, decidimos ir en busca de un keftá de carne a otro lugar. Mi camiseta de fútbol de Argentina no pasó desapercibida y fue la causa para sentarnos a compartir el resto de la noche, junto a Soledad y Ezequiel, una pareja de abogados que casualmente estaban hospedados en nuestro hotel. Nos fuimos a dormir con el plan de recorrer al otro día dos pueblos no muy lejos de la ciudad. Uno, famoso por sus cuevas de piedras que algunas familias usan como viviendas y a veces como hotel.

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Por la medina de Fez

Por la mañana nos juntamos en la terminal de taxis y la negociación para conseguir un precio razonable estuvo a cargo de Sebastián, que como buen abogado, tenía habilidad para el diálogo. Nuestro primer parada sería en Sefrou, ciudad donde vivió Mullay Idris II, mientras controlaba la construcción de Fez. En el trayecto supe de Soledad, su pareja, y de sus aventuras por Bosnia y Haití trabajando para una ONG. Viajábamos relativamente apretados los seis en un auto donde a veces llegan a subir a nueve pasajeros. Al llegar a la medina, lugar que alojó a una de las mayores comunidades judías en Marruecos, no nos sorprendió la paz que había en el lugar, si no, los gritos de dos mujeres que discutían en las calles de un mercado callejero. Probamos dátiles, ciruelas y damascos secos, sentados en el cordón de una vereda arbolada. Mientras, veíamos pasar un día común en Sefrou. Conversar sobre los viajes se hizo inevitable y cada uno compartía sus historias o contaba sobre los próximos destinos por recorrer. En un momento se acercó Ebrahim, un marroquí realmente amigable, licenciado en turismo y que sólo estaba interesado en practicar su español. Después de caminar en su compañía y conocer cada rincón de la ciudad de memoria, iniciamos la segunda parte del viaje, llegar a las cuevas de Bhalil.

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Tradicionales tiñeras. Un trabajo artesanal

En la ayuda para encontrar un taxi, él se sumo al recorrido, y todos estuvimos de acuerdo. Pero sus explicaciones constantes en el trayecto me hicieron sentir que teníamos una radio prendida. Cuando llegamos, tuve la sensación que los habitantes se habían escondidos en sus casas y nosotros debíamos ir en su búsqueda. Había un río sin lavanderas, una plaza vacía, y un bar donde las mesas esperaban por clientes. Al único anciano que vimos pasar le preguntamos por las cuevas y nos hizo señas para que lo siguiéramos. Subimos escaleras estrechas, giramos una y otra vez entre casas pintadas con colores pasteles, hasta que llegamos a una cueva, su casa. De forma redondeada, nos acomodamos en lo que podríamos llamar la sala de estar. Ahí compartimos té, terminamos nuestros últimos frutos secos comprados en Sefrou y escuchamos cantar a este anciano en distintos idiomas. Pero el humo constante de su pipa de kifi (marihuana) y el frío de la cueva nos invitó a retirarnos antes de lo pensado. Cuando salimos el griterío de unas niñas nos llamó la atención. Jugaban a la rayuela en un patio compartido con otras casas. Saqué de mi mochila algunos globos que me quedaban, y con la participación de todos nos pusimos a jugar. Ebrahim parecía apurado por irse de allí, pero nosotros disfrutábamos de la felicidad compartida, mientras los globos volaban de un lado a otro.

Cuando llegamos a Fez, era de noche y el griterío de los vendedores había terminado hace tiempo. Antes de irnos a dormir, intercambiamos mails para seguir en contacto. Al otro día cada uno seguiría por caminos distintos. Mi recorrido por Marruecos me llevó por varias ciudades más hasta llegar nuevamente a Casablanca, punto de regreso hacia Argentina. En ninguna, volví a encontrarme con argentinos.

Rachid, un conductor imprudente: Todavía no comprendo porque estoy en el tercer piso. De lo que puedo estar seguro es que mi habitación lentamente se enfría cuando el sol desaparece entre las enormes paredes de piedra de la Garganta del Todra. El silencio atrapa a los últimos viajeros que parten después de una breve visita. Inclusive, los dueños de los pocos puestos que venden golosinas cierran sus puertas antes de que sea de noche. Estoy en un hotel donde soy el único huésped y el recepcionista, que también es el cocinero y el que se encarga de la limpieza, parece no tener explicaciones cuando le cuento que el agua de la ducha sale helada. En esta región de Marruecos y en absoluta soledad, me quedé para escribir mi último capítulo del libro Un viajero curioso. Después de haber recorrido una y otra vez la Garganta en ambas direcciones, conversar con una pareja de República Checa que viaja en una casa rodante y tomar algunas fotos, continuo la travesía con destino final a Skoura. De vez en cuando, me gusta alejarme de las visitas obligadas que cada país ofrece, y este próximo destino, de tan solo 2.500 habitantes, contiene un inmenso palmeral junta a la Kasbah de Amridil, Patrimonio de la UNESCO.

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Increíble paisaje de Skoura

Salgo a lo que podríamos denominar, con mucho esmero, una ruta y el milagro se hace presente cuando mi espera es de tan solo un minuto. Una camioneta turística llena de polacos es mi primer cómplice. Si bien me hace avanzar unos quince kilómetros, ese tramo es el más difícil por el poco movimiento de autos que hay. Entre máquinas que arreglan viejas veredas y obreros, me acerco a una camioneta que sale de una estación de servicio. Mi segundo conductor parece comprender las necesidades de este viajero y me alcanza hasta la entrada de la ciudad de Boulmané Dadés. El cielo comienza a nublarse, aparece el clásico viento fresco de las zonas áridas y me obliga a sacar la shilaba que llevo en mi mochila. La espera se hace larga, aburrida y los minutos empiezan a correr como burlándose de mi objetivo. Después de un poco más de una hora, algo que no había experimentado hasta ahora, un moderno camión frena unos metros delante mío. Rachid es joven, lleva una foto de su familia cerca del volante y su parabrisas brilla por donde se lo mire. Tengo la sensación que soy la mejor excusa para romper la rutina de sus viajes. Él no habla ni inglés ni español. Yo apenas se unas pocas palabras en árabe y otras tantas de francés. Pero dos personas con ganas de conocerse buscan una y mil maneras para comunicarse. Entonces me entero de que tiene tres hijos, vive en Fez, conduce su camión desde hace mas de diez años y no le gusta el fútbol. A cambio le cuento de que mi novia se llama Lucila, es brasilera y no viajamos juntos en esta ocasión. También, que soy de fotógrafo y profesor de educación física en una escuela.

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La Kasbah de Amridil, Skoura

Viajo en un camión donde tengo la sensación de estar suspendido en el aire. Desde mi cómodo asiento, observo el paisaje como si estuviera en una platea. Rachid se esmera por ser buen anfitrión, además de tocar cuanto botón hay en el tablero como quien muestra con orgullo lo que tiene. Abre un compartimento secreto y de allí saca una botella de vodka que está a punto de estrenar. Me ofrece un trago pero le aclaro que no bebo. Él, no tiene problema en servirse una copita y con su mano hace un gesto como diciendo, vos te lo perdés. Lento y sin apuro las ruedas del camión le roban kilómetros al camino como también las copas de alcohol para este conductor. Entre copa y copa fuma un poco de marihuana y cambia la música de la radio antes de que termina cada canción. No usa cinturón de seguridad y tampoco tiene intensión de ponérselo cuando la gendarmería nos detiene para un control de rutina. Entusiasmado para que nos veamos en su ciudad, saca una libreta y comienza a anotar su dirección, pero la rueda pisa la banquina y el camión comienza a moverse como una seductora bailarina. En ese momento del viaje empiezo a preocuparme y evalúo si continuar con él. Por suerte veo un cartel indicando que sólo faltan nueve kilómetros para llegar a Skoura. La ciudad nos recibe con los chicos que salen de la escuela en bicicletas, con un poco de aire pueblerino y ningún hotel a simple vista. Rachid parece leer mis pensamientos y me insiste para que siga hasta Ouarzazate, mi próxima parada. Le doy las gracias y le aseguro que algo encontraré. Antes de bajarme me regala un CD de música bereber. De algo estoy seguro. Cuando esté en Buenos Aires y escuche esas canciones, este conductor imprudente estará muy presente en mi recuerdos por Marruecos.

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En la Garganta del Todra, antes de salir a la ruta en auto-stop

La hospitalidad marroquí en las manos de Omar y Hassan: Y…cómo llegaste a Ait Benhaddou?, ese famoso pueblo donde se filmaron tantas películas, entre ellas Gladiador, Lawrence de Arabia o Moisés,  me preguntaba por mail un amigo. Podría ser muy breve y decirle que fue haciendo dedo desde Skoura. Pero sería injusto porque tendría que dejar de lado a dos personas que me ayudaron a confirmar que la hospitalidad llega en el momento menos pensado. Cuando salí del hotel de Skoura, su dueño, parecía sorprendido que aún siguiera mi viaje a dedo. Me decía, Esteban, enfrente está la terminal del bus y en media hora pasa uno. Le agradecí por la información, tomé mi mochila, una bolsa con mandarinas y me alejé del pueblo lo suficiente como para tener la sensación de estar más cerca de mi objetivo. El primer auto no tardó en llegar y me acercó tan solo 10 kilómetros, pero fueron los necesarios para encontrarme con un viejo Renault 4 que salía de una estación de servicio. Él mismo me llevaría hasta el próximo pueblo. Cuando la ruta se abrió en dos, no tuve más opción que bajarme. El vendedor de computadoras usadas seguía en otra dirección. El ruido de su caño de escape se apagó lentamente y me encontré con un camino donde los autos tardaban en llegar. A lo lejos, un par de montañas con nieve en sus cumbres, me avisaban que me acercaba a una zona de bastante frío. Cambié unas tres veces de lugar pensando que ese sí sería el lugar indicado. Mi meta estaba a unos treinta kilómetros más adelante y luego unos nueve, por un camino secundario donde los taxistas aprovechan para hacer el viaje con tarifas desproporcionadas. En esa espera, pensaba en mis días de viaje. En los vividos y en los próximos. Me imaginaba sacando buenas fotos, aproveché para leer un poco y hasta me animé a cantar en voz alta para matar el aburrimiento. El asfalto empezó a cobrar vida y el ruido de un auto se sentía cada vez mejor. Extendí mi mano con seguridad y al parecer, funcionó. Omar frenó al lado mío, abrió la puerta, y en un perfecto español, me invitó a subir. Hasta la parada de taxis, el viaje se fue volando y cuando me preguntó como seguiría hasta Ait Benhaddou, le respondí sin más vueltas: a pie. Era domingo y su familia lo estaba esperando para compartir un almuerzo. Sin embargo, se tomó el tiempo de desviarse esos  9 kilómetros restantes para dejarme a los pies del Hotel La Rose du Sable, una de las mejores opciones del lugar.

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Ait Benhaddou, vista desde el río.

Hassan me recibió con un sonrisa, como buen marroquí dispuesto a ayudar a los viajeros. Desde un primer momento me ayudó en cuanta información necesité. “Si vas a la Kasbah donde se filmó Gladiador, tomá el camino del puente, de esta forma no te cobrarán la entrada para el mantenimiento, algo dudoso de confirmar”. O, no te pierdas de recorrer el pueblito de  Tamddakhte y su antigua Kasbah de las Cigüeñas, me decía mientras compartíamos el desayuno. Él no solo me ayudó con sus constantes consejos, también me esponsoreó la estadía para apoyar mi proyecto solidario Globos en el Camino. Me quedé varios días en este relajado pueblo donde no pasan muchas cosas, pero la hospitalidad, pareciera ser su mejor carta de presentación.

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Con Globos en el Camino, en la Kasbah de las Cigüeñas, Tamddakhte.