Cuando dejé la tranquilidad de Ait Benhaddou, supe que nada sería lo mismo. En primer lugar porque tenía por delante 200 kilómetros de ruta donde las curvas que bordean las montañas con nieves eternas, también parecen esquivar a los que hacemos dedo. La espera fue larga pero la recompensa enorme. Omar frenó en el camino cuando yo, cansado de extender mi dedo, filmaba el paisaje para entretenerme un rato. ¿Estás haciendo auto-stop?, me preguntó mientras no paraba de toser. Buscaba a un cómplice que tuviera carnet de conducir porque su fiebre no le ayudaba a mantenerse bien en la ruta. Mi respuesta negativa no fue motivo para que igual subiera. Después de que me invitó a almorzar en un mirador frente a las montañas, me acercó hasta mi destino final, la plaza Djemaa el-Fna, de Marrakech. Desde ahí caminé unos pocos pasos y llegué hasta uno de los tantos hotelitos que ofrece la ciudad.
La caótica plaza me recibió con la luz del atardecer, excusa perfecta para subir a una de las terrazas que tienen los cafés y que obligatoriamente hay que consumir algo si uno quiere hechar un vistazo desde las alturas. Los puestos de comida empezaron a prender sus lamparitas y los vendedores para ese entonces ya se lanzaban en una carrera improvisada a buscar clientes para llenar sus mesas. En tan solo una hora de caminar sin rumbo por ahí, lo vi todo.
Y cuando digo todo, me refiero a un joven que improvisa un campito de golf para que los turistas puedan hacer tiros, vi el clásico grupo de músicos con sus tambores, a los flautistas encantando serpientes, una kermese con cañas de pescar para conseguir premios ridículos, dos monos haciendo piruetas arriba de la cabeza de su dueño, una anciana escuchando música electrónica mientras vendía jugos y hasta un hombre sentado en una mesa llena de muelas y dentaduras postizas pidiendo ser fotografiado (a cambio de unos dirhams). En todas las semanas que estuve recorriendo Marruecos, nunca había visto tantos turistas como los que encontré en esos minutos. Cené en uno de los tanto puestos un plato de cuscus rodeado de brasileños, mientras escuchaba música italiana. Y cuando pensé que lo había visto todo me crucé con unos senegaleses que atendían a dos policías interesados en comprar una foca de juguete haciendo piruetas en una pesera. Absurdo pero cierto, en la ciudad más cara del país pagaba el hotel más barato, mientras dos mozos de pizzerías vecinas, se enfrentaban a las trompadas por atraer a unos clientes japoneses.
El segundo, día Marrakech amaneció nublada, y con indicios de que pronto iba a llover. Decidí caminar hasta el Palacio Bahia y refugiarme por un rato del caos de la ciudad. Encontré arboles frutales, patios con diseños coloridos y mucho más turistas. A la salida tomé una calle estrecha que me condujo hasta la medina. Por momentos encontraba silencio y tuve la sensación de estar en Tetuán o Skoura, pero pronto, motos a toda velocidad me obligaban a arrinconarme contra la pared para no ser atropellado. Di varias vueltas sin rumbo hasta verme cara a cara nuevamente con la plaza Djemaa el-Fna. Colocada en el estante de un local, intenté espiar una flauta de cedro muy atractiva. “¿Cuánto pides amigo?, ¿Italiano, Español, Francés?” repetía una y otra vez el vendedor. Cometí el error de quedarme el tiempo mínimo como para que él se molestara porque no la iba a comprar. Haciendo gestos con la mano se fue a conversar a otro puesto. Más adelante, esquivé a una chica que le hacían dibujos con hena en sus manos. Finalmente regresé al hotel para editar algunas fotos. Para ese momento del día, la lluvia ya había empezado a correr por la ciudad. Mañana será mi último día acá, antes de partir hacia la costa para visitar Essauira. Entre lo irreal y lo absurdo, seguramente, la plaza de Marrakech me ofrezca alguna sorpresa extra.