Detuve el pedaleo. Hacía un poco más de dos horas que estaba recorriendo las rutas de Estonia. Atrás había quedado su capital, Tallin, llena de turistas, cafés, negocios con souvenirs, etc. El cambio fue progresivo hasta encontrarme con la inmensidad de los bosques de helechos custodiando como guardianes la ruta báltica. Volví a mirar el contador. Tan solo había recorrido 21 kilómetros. Preocupado por no llegar a destino a la hora estimada volví a acomodarme en el sillín de la bicicleta y continué. Pero a escasos minutos de ese momento un simpático señor que vendía frambuesas y ciruelas me hizo señas para que me acercara.

Soledad absoluta en el desierto de Sahara Occidental

Igor lleva barba de varios días, una panza generosa y usa la camisa desabrochada por el calor de un verano que recién comienza. Nos entendimos perfectamente a pesar de no hablar el mismo idioma. Lo primero que hizo, además de aclarar que era de Azerbayian Oriental fue cargar medio kilo de ambas frutas en una bolsa y ponerla arriba de una de las alforjas de la bicicleta. Cuando quise pagarle hizo un gesto que me conmovió. Se llevó ambas manos al corazón y moviendo la cabeza de lado a lado me enseñó que a veces hay cosas más importantes que el dinero. El no quererme cobrar a pesar de mi insistencia me hizo reflexionar.

Por qué estaba tan preocupado el primer día de cuántos kilómetros podía llegar a hacer? Querría probar mis límites? Sería la ansiedad? Por que esa hospitalidad a cambio de nada? Las respuestas a estas y otras preguntas no las encontré ese día, ni al siguiente ni al otro. En realidad no fue encontrar sino comprender que lo importante no era la cantidad de kilómetros que podía acumular por día, sino la cantidad de experiencias que podía vivenciar cada día.

La inmensidad de los bosques en las rutas de Estonia

Cuando realmente entendí eso mi ritmo de pedaleo cambió. Empecé a ir más lento y paradójicamente y sin buscarlo recorrer distancias más largas. Recuerdo en Rumania cuando tan solo hice 5 kilómetros en un día empujando la bicicleta por una montaña hacia el Parque Nacional Craiului. La cantidad de gente que conocí durante ese extenuante tramo fue lo mejor de todo. Al llegar a la cima una familia peruana que había conocido me estaba esperando con la cena lista. Otro inmenso gesto de hospitalidad que superaba la cantidad de kilómetros realizados.

También recuerdo el día cuando el otoño ya se había instalado en Italia y por alguna extraña razón decidí pedalear hasta entrada la noche. La luna llena iluminando el mar Mediterráneo hacía que esas subidas de montañas fueran menos exigentes. Después de recorrer 126 kilómetros supuse que era suficiente. El destino quiso que frenara en un local de comida donde había cuatro rosarinos viajando en una camper. Esa noche, no solo dormí con ellos, sino que continuamos compartiendo más experiencias los siguientes días.

Ahora estoy atravesando el desierto, en el Sahara Occidental y a más de 8.000 kilómetros del vendedor de frambuesas. Para llegar a Mauritania falta mucho todavía, pero sé que lo más importante es la cantidad de experiencias que vendrán y no los kilómetros que haré por día.

La lluvia del día anterior no fue el mejor condimento para pedalear a pesar de estar soleado…

¿Cuántos kilómetros faltarán? ¿A dónde? porque después de llegar a ese destino que tanto te preocupa siempre será un volver a empezar….

Por que factores como el viento en contra, las subidas eternas, el calor que aumenta con el correr de las horas, la falta de agua, el viento a favor, las curvas, la arena en la cara, la rotura de la cadena o una pinchadura llegan de manera inesperada y todo eso no son kilómetros, sino  aprendizajes que quedan grabados a fuego.